El sentimiento institucional, llamémosle así, de que los jubilados molestan, incide más en el deterioro del sistema de pensiones que las eventuales dificultades objetivas en su mantenimiento, e incluso más que el designio de la derecha de externalizarlo y privatizarlo para gastarse el dinero público en otras cosas. Y quien dice los jubilados, dice cuantos reciben de esa caja de solidaridad comunal los recursos para las supervivencia, las viudas, los huérfanos, los inválidos, los parados, todos cuantos, en fin, son percibidos por el despiadado Erario como una rémora, como una carga.
El artículo 25.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, consagra el de las personas a un nivel de vida que le asegure, y a su familia, la alimentación, el vestido, la vivienda, la Sanidad y los servicios sociales necesarios, y, particularmente, consagra el de recibir una pensión o subsidio para satisfacer esas necesidades básicas en el caso de no poder hacerlo por sí mismas, pero no hace falta recurrir a esa Declaración, sino a la conciencia, para entender que las pensiones, el pan de los mayores y de los desvalidos, deben ser una absoluta prioridad en cualquier país civilizado, y que sobra, por tanto, cualquier discusión al respecto.
En el Congreso, sin embargo, se discutió ayer sobre lo que no debe discutirse, si hay o no hay, si habrá o no habrá, dinero para pagar las pensiones. Naturalmente que lo hay, y, desde luego, para, como mínimo, equipararlas anualmente a la subida del coste de la vida. Descartadas, como es natural, las ganas de la gente de morirse pronto, o de esfumarse y desaparecer si quedan sin empleo o sin medios de subsistencia, que no parece sino que eso es lo que les gustaría a algunos de nuestros próceres, bastaría con no robar, con no dilapidar, con racionalizar los recursos públicos, con, por ejemplo, establecer un céntimo del pensionista en cada litro de combustible de automoción, lo que generaría unos cuantos miles de millones de euros al año sin hacerse particularmente gravoso, y con equilibrar las propias pensiones, pues no tiene sentido que las haya de 400 euros y otra de 3.000 o más, extendiendo la desigualdad más lacerante al mundo de subsidio público, bastaría con eso, digo, para garantizarlas.
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