De la sorda pero elocuente trifulca entre Doña Letizia Ortiz y Doña Sofía de Grecia, ambas reinas en diferente grado, en la puerta del templo mallorquín donde habían asistido a la misa de Pascua, cabe deducir, por la tensión que transmiten las imágenes, que se trata, en efecto, de una clásica interacción entre una suegra y una nuera.
La circunstancia de que haya suegras y nueras que se llevan divinamente no impide, por su excepcionalidad, establecer la norma en el extremo opuesto, de suerte que el agrio rifirafe no podría sino inscribirse en el género de lo común, si es que no de lo vulgar.
Otra cosa es, ciertamente, que pueda existir quien crea que el oropel de las jerarquías y el apócrifo fulgor de las coronas laminan la humana pulsión de la rivalidad, y que, imbuido de esa cochambrosa idea, perciba el grosero forcejeo poco menos que como el acabose.
Basta haber leído y vivido algo, o, sin más, haberse casado o conocer a alguien que lo haya hecho, para conocer no sólo esa enemiga ancestral entre suegras y nueras, sino también sus causas, así es que huelgan mayores disquisiciones al respecto. Sí convendría hacerlas, empero, sobre el papel que los menores, hijos y nietos, desempeñan a su pesar, y con harta turbación, en esas guerras familiares, un papel semejante al de las víctimas civiles en cualquier guerra. Al contrario que la mayoría de las movidas entre suegras y nueras, que no se retransmiten ni ruedan por las redes sociales, ésta de la catedral de Palma sí la hemos visto en toda su acritud y en todo su espesor, y lo que más se ha visto, más incluso que las maniobras tácticas de las contendientes, ha sido la violencia que se han tenido que comer las nenas objeto de la disputa.
Siendo al parecer irremediable que un alto porcentaje de suegras y nueras se lleven de pena, ellas sabrán por qué, tal vez convendría atender a lo que sí tiene algún remedio, los niños, que no deberían estar ahí llevándose en el fondo, como el payaso de León Felipe, todas las bofetadas.
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