Con independencia del debate numérico entre los muchos, los pocos y los de siempre (esos que deberían correr a negociar un patrocinio perpetuo con “Cafés Salvador”) lo interesante de la concentración de la otra tarde en la Plaza Vieja es que, por fin, había gente allí. Bien es cierto que no tanta como hacía prever la esforzada ofensiva promocional desplegada en torno al evento, pero al menos durante unos minutos hubo movimiento. Y eso es objetivamente bueno, porque hay que admitir que tal como está ahora, la Plaza Vieja es tierra de nadie.
¿Y qué deberíamos hacer para invertir esa tónica? Pues parece que lo moderno, lo sensible, lo progresivo y lo políticamente correcto es no hacer nada. Dejarla tal cual. Pero si aplicamos la conocida estrategia del ensayo y el error podremos deducir fácilmente que tal como está configurada la plaza, ni resulta atractiva para el público, ni es foco de atracción del turismo, ni es centro generador de empleo, ni nada. Una calamidad en el centro de Almería. Y quizás lo lógico sería pensar en hacer algunos cambios de forma y de concepto.
El único problema, me temo, es que quienes proponen el cambio no gozan de la autorización de quienes se han atribuido, en función de su presunta supremacía ética, el singular papel de salvadores de la ciudad en todos los ámbitos: salvemos la Plaza Vieja, salvemos la Molineta, salvemos el Toblerone, salvemos el caracol chapa o salvemos lo que sea, siempre que podamos establecer escenarios de subida de tensión social como fórmula magistral de un hipotético beneficio electoral. “Oiga, que a mí me gustan los árboles y no soy política”, me dice una amiga. Sí, pero muchos de los que la conducen a que diga eso, a veces usando la desinformación y otras el desahogado argumento del “si lo propongo yo es bueno, pero si lo propones tú es malo”, sí que son políticos y saben lo que quieren. Decir otra cosa sería irse por las ramas. Y mejor que ese café sea descafeinado, porque los próximos meses van a ser así.
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