Federico Corriente, el prestigioso y veterano arabista que ha pasado a ocupar el escaño de Ana María Matute en la Real Academia Española de la Lengua, ha sembrado la semilla de la catástrofe en su discurso de ingreso a la docta Casa aportando un dato sorprendente: el nombre de Almería no quiere decir “espejo del mar”, ni “torre vigía”, tal como hemos creído durante décadas, sino que proviene de un impuesto que se pagaba en las bodas mudéjares y que hace referencia al momento en el que el novio levanta el velo de la novia. Almería quiere decir, por tanto, “la novia desvelada”. La información, que publicaba el martes Manuel León en LA VOZ DE ALMERIA, es la mecha de un artefacto emocional de alto poder explosivo, y no sólo por la sensible disminución de la carga poética de nuestro nombre original. Pasar de ser un espejo con reflejos marinos o una atalaya que avizora el horizonte a una simple una tasa burocrática, habría causado en poetas tan sensibles como Villaespesa una profunda depresión capaz de llevarle a un estanque lleno de cisnes y nenúfares y arrojarse a él con una piedra (de alabastro, eso sí) atada al cuello. Pero la cosa es incluso más preocupante. Esta nueva explicación del nombre de Almería es, digámoslo claramente, una intolerable exaltación al heteropatriarcado y a la sumisión de la mujer almeriense. Por lo tanto, no debemos desdeñar la posibilidad de que algún colectivo bienpensante emprenda una campaña de plataformización social contra un nombre -Almería- que resume en cuatro sílabas los peores vicios del machismo mercantilista. Podemos admitir que el nombre de nuestra ciudad evoque el inmenso coral de nuestra bahía, como cantaba Manolo Escobar o que sea tierra de torerío, como como canta Bisbal, pero nunca podremos dar por buena una toponimia discriminadora que banaliza de ese modo el papel de la mujer, reduciéndola a un mero trámite fiscal. Así que prepárense, que lo mismo tenemos que empezar a pensar en qué nombre le ponemos a esta vieja y compleja ciudad.
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