La única vez en mi vida que he hablado con el Rey cara a cara lo hice llamándole “Señor” en todo momento. Fue hace ya unos cuantos años en una recepción organizada a bordo del buque “Galicia” con motivo de la celebración del Día de las Fuerzas Armadas en Almería. No recuerdo bien el contenido de la charla insustancial mantenida en ese momento con el Rey Juan Carlos (que si el calor, que si lo bonita que es Almería y tal) pero sí recuerdo haber sido consciente de quién era quién en esa conversación y también de estar viviendo una circunstancia insólita que quizás no iba a poder repetir nunca más en la vida. “Para una vez que hablo con el Rey, vamos a hacer bien las cosas,” pensé. De todos modos, estoy convencido de que si en un alarde de excesiva confianza me hubiera atrevido a llamarle “Juanca” o “tronco”, o cualquier otro apelativo, no habría pasado nada, porque el Rey estaba harto de dar vueltas por los corrillos oyendo chuminadas y, sobre todo, porque en España tenemos una monarquía jovial y cercana en la que los símbolos no se respetan, las banderas se queman y los himnos se silban, sin que pase nada o casi nada. Digo esto tras ver que el Presidente de la cercana República Francesa, Emmanuel Macron, le paró los pies a un zangolotino que en un acto público se dirigió a él llamándole “Manu”. “Estamos en un acto oficial y tú me tienes que llamar Señor, o Señor Presidente”, le dijo muy serio al chaval, que sintió en ese momento lo más parecido a un despeñe diarréico. Esto ha sucedido en Francia, país en donde no se queman banderas alegremente, en donde no se pita al himno en los estadios y en donde a la gente se la enseña a tener el debido respeto a las personas y a los cargos que representan. Si al Rey, o al Presidente del Gobierno de España se le llega a ocurrir llamar la atención a alguien por dirigirse a ellos de modo inapropiado, tenemos erupciones en el tuiter e indignación en las televisiones dignas y despolitizadas. Y es que España es un país serio, no como Francia.
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