El discurso de la comparación es odioso, lo sabemos, pero no es menos cierto que se entiende bien y funciona rápidamente. Y como no tengo mucho espacio, me van a disculpar que lo emplee en aras de un conveniente golpe de pecho colectivo. Se está celebrando en Tarragona la XVIII Edición de los Juegos Mediterráneos, que es esa especie de olimpiada ribereña en la que participan los países bañados por nuestro viejo mar y que, hace ya trece años, tuvo en Almería una de sus citas más exitosas.
Y conviene que no lo olvidemos, porque del mismo modo que hubo unanimidad respecto a la brillantez y buena organización de la competición celebrada en Almería, la prensa coincide ahora en destacar el carácter “caótico” y el descontrol que reina en Tarragona. Y no sólo debemos achacarlo al enrarecido ambiente político que ha creado el independentismo y su cansina escenificación de una república de opereta, sino a la complicación inherente a la planificación de un encuentro deportivo de esas dimensiones. No es fácil cumplir plazos en la construcción de instalaciones y diseñar bien la distribución y desarrollo de una competición internacional de alto nivel, como quedó patente en 2009, cuando la ciudad italiana de Pescara vivió una de las ediciones más inciertas de la historia de esta competición debido a graves problemas de financiación y organización. Lo recuerdo ahora para que conste el mérito de Almería a la hora de superar con brillantez el principal reto organizativo al que nos habíamos enfrentado jamás como ciudad y el sensacional palmarés de éxitos deportivos logrados para España.
“Juntos podemos” era el lema que resumió el espíritu de aquellos intensos meses previos y también el de las efervescentes semanas de las pruebas, y creo que es justo tenerlo presente para que nos sirva de enseñanza. Está claro que juntos podemos más que cuando nos ponemos, como es tan habitual entre nosotros, a discutir si dos pueden ir por tres calles. En esa disciplina somos Medalla de Platino.
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