La verdad es que, acerca del debate de las primarias en el Partido Popular, que este jueves concluirá con dos vencedores que concurrirán a la finalísima el próximo día 21, debo confesar que no he entendido mucho. Ha sido una confrontación, especialmente entre los tres principales candidatos a ocupar la presidencia del ya histórico partido que fundó Manuel Fraga, casi cruenta: los puñales cachicuernos han volado a lo largo y ancho de toda la geografía nacional, infatigablemente recorrida en la campaña interna de María Dolores de Cospedal, de Soraya Sáenz de Santamaría y de Pablo Casado, por no citar ya a los otros tres aspirantes, que parece que cuentan con pocas posibilidades de llegar al podio. Una campaña sin ideas, llena de eslóganes vacíos y de alfilerazos disimulados a los rivales. Un espectáculo desolador que, sin embargo, ya intuíamos que podría ocurrir en cuanto Mariano Rajoy dejase de proyectar su sombra, quién sabe si protectora o de efecto placebo, sobre el partido.
Creo que el odio que enfrenta a la ex vicepresidenta del Gobierno y a la ex ministra de Defensa, indisimulable, africano, hace esperar lo peor sobre la unidad del partido hasta ahora más cohesionado y más numeroso de España --sí, el más numeroso... pese a que no todo era verdad en los datos que se nos ofrecían-- si gana una de las dos; no creo que ni una ni otra sean capaces de vencer tantos rencores accediendo a una lista de consenso para la nueva ejecutiva, de la que urgentemente deben salir, en todo caso, algunas figuras veteranas, desgastadas. Veremos si la responsabilidad que hasta ahora no han mostrado algunos aún dirigentes acaba por imponerse en el congreso extraordinario, o incluso antes de que este comience, no vaya a ser que al final lo que nos ofrezca el PP sea un espectáculo de circo romano, con gladiadores, leones, democristianos y liberales devorándose unos a otros.
Ya he dicho alguna vez, lo que me ha costado caro en las redes sociales, que solamente una victoria de Pablo Casado --cada día más acosado por un quítame allá ese master-- podría, aun dejándose pelos en la gatera, contribuir a mantener la unidad del que ha sido el partido más cohesionado, un partido que necesitamos que perviva sano y fuerte para equilibrar tantos déficits de representación democrática como ahora son patentes. Pero tendrá que salir del congreso extraordinario no solamente un partido unido y alejado de estridencias y de armas blancas: tendrá que ser un partido alejado de tentaciones de corrupción, con profunda democracia interna, que se haya regenerado a sí mismo y, sobre todo, simpático para los ciudadanos que le votan y pagan los sueldos de sus dirigentes. Cosa que, desde luego, no ha sido en los tiempos de Mariano Rajoy y su círculo de hierro.
El PP, y esa es, a mi juicio, una de las pocas cosas en las que tiene razón Aznar, ha de refundarse. Ha de olvidar a Fraga, al propio Aznar y, desde luego, dejar tranquilo a Rajoy en sus paseos matinales (sin madrugar, eso sí) por Santa Pola. La derecha española tiene, a mi juicio de viejo observador de este partido, desde que Fraga consolidó la (mala) idea de los 'siete magníficos', que ser más moderna, mucho más1 dialogante con la gente, muchísimo más reformista. Y más joven, que no es esa una cuestión de edad, sino de reflexionar sobre lo que dijo Picasso: "cuando se es joven, se es joven para toda la vida". Y cuando nunca se ha sido joven, pues eso: te condenas a reinar sobre un electorado casi exclusivamente mayor de sesenta y cinco. El PP no puede, incluso por el interés de quienes rara vez hemos votado, aunque lo respetásemos, a este partido, seguir siendo una formación como del siglo pasado, que no acepta que estamos inmersos en una segunda transición.
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