Cerrar con siete llaves el sepulcro de... Franco

Fernando Jáuregui
00:30 • 14 jul. 2018

España tiene una cuenta permanente con su pasado. Con el remoto y, sobre todo, con el inmediato. Se nota en que sacamos a pasear el espantajo de Franco a la primera ocasión -porque, claro, ahí sigue el Valle de los Caídos, sin que nadie haya tratado de convertirlo en un 'Arlington a la española', repatriando restos de españoles ilustres enterrados en París, por ejemplo, como Machado, o Azaña, o tantos otros--. Y el debate en la izquierda emergente por los parajes de Moncloa, y también en los contactos con independentistas, reside en si debe acelerarse el cambio de nombres en el callejero o sobre si hay que suprimir los títulos nobiliarios, sobre todo algunos títulos nobiliarios (y volvemos a la duquesa de Franco, sin ir más lejos). Menuda frivolidad.


Es como un juego sempiterno en el secarral político hispano: poner los ojos en lo ocurrido, digamos, hace medio siglo, y lanzarse a la discusión feroz entre las dos españas. Sin embargo, pienso que ahora que ha empezado, galopante, una nueva era, deberíamos, acaso, fijarnos más en historias mucho más cercanas, desbrozar las ocurrencias de las ideas y ponernos a la tarea de mejorar de verdad el país de hoy.

Porque, como decía Einstein, si queremos cambiar el mundo, no podemos hacer lo mismo de siempre. Mirar para otro lado, por ejemplo. Por ahí sobrevuelan grabaciones, testimonios, peligrosísimos para la memoria de la persona que encarnó hasta 2014 la Jefatura del Estado. Y no me extenderé sobre un particular acerca de cuyos detalles más sórdidos no tengo las últimas perspectivas, pero que ya ha saltado hasta la prensa más situacionista. En algún momento habrá que hacer frente a lo que ocurrió o no ocurrió en unos años en los que, cual catalanes en tiempos de Pujol, andábamos voluntariamente con la venda en los ojos.



El regeneracionismo no puede obviar el pasado, contra lo que decía Joaquín Costa, que quería encerrar con doble llave (no con siete llaves, como ha trascendido a la vulgata histórica) el sepulcro del Cid. Yo creo que, en efecto, hay que cerrar con doble llave, o con siete, el sepulcro de Franco, pero no a base de olvidar, sino de clarificar, de tomar determinaciones (lo de Arlington, ya digo). Pero hay mucho más: a Cataluña no podemos mantenerla, ni pueden hacerlo los actuales rectores de la Generalitat, en la mixtificación de la Historia, llámese tal mixtificación este o aquel Borbón o la figura de Companys. Con los secesionistas hay que negociar, sin duda, y lo está haciendo -espero que bien-- el Gobierno de Pedro Sánchez, pero hay que hacerlo desde la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, del pasado. Y desde la firmeza en mantener vivas y sanas las instituciones del presente, comenzando por la que encarna Felipe de Borbón.

Nos vamos librando de esa verdad con tópicos, utilizando para los mismos desde la supuesta 'paletez' de un tribunal alemán de Schleswig-Holstein, que emite un fallo adverso al interés oficial, hasta la increíble comparecencia parlamentaria de los dos últimos responsables de la quiebra bancaria más sonada de Europa, una quiebra, por cierto, nunca del todo suficientemente explicada. La revisión de la Historia, más o menos cercana, exige dejar de ejercer de 'mono sabio' y ver, oír y hablar con toda claridad, que es deporte que en España se practica poco. Pero, claro, resulta muy difícil ejercer esa claridad en un país en el que desde los gangs de Twitter los 'halcones' de cualquier bando te pueden crucificar en un momento, en cuanto te saltes las verdades asentadas.



Ocurre, no obstante, que España, país que tiende a ser colectivamente olvidadizo, de cuando en cuando recuerda, y entonces no hay quien pare el tren, llámese lucha contra la corrupción o contra los muchos dislates políticos que hemos cometido en los últimos (y no tan últimos) tiempos. O llámese una revisión crítica de determinadas actuaciones judiciales, antes consideradas la suma de la pulcritud. Nuestro país es pródigo en sucesos, tanto públicos como en las cloacas del Estado. Y, a veces, ambos coinciden, la mala conducción de lo público y el ascenso a la superficie, vaya usted a saber por qué vendetta o por cuál chantaje, de la hediondez de las cloacas. ¿Cómo esperar, entonces, cuando tal conjunción llega a darse, que el ciudadano mantenga una mínima confianza en quienes le representan a los distintos niveles si estos responsables se limitan a carraspear ante el estruendo?


Todo, todo, está a revisión y se ha puesto en el candelero en apenas unos meses. En la izquierda y mucho más aún, ahora, en la derecha, que no hay más que ver los conatos de debate -solo conatos, mezclados con puñaladas, que verdadero debate no ha habido, como se sabe-- a la hora de hacerse con el control de este último sector ideológico. Alguien, y no sé si le toca en este cuarto de hora a Soraya Sáenz de Santamaría o a Pablo Casado, a Pedro Sánchez, o al mismísimo Felipe VI, que más que nunca me parece que necesita manos algo más libres, tiene que dar la sensación de que se arriesga a situarse al timón regeneracionista. Porque no quisiera ponerme tremendista, pero a veces da la impresión de que este barco, con estas estructuras algo anquilosadas y varios boquetes en el casco, no puede aguantar mucho más. Así, al menos.




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