El nuevo presidente del Partido Popular, Pablo Casado, presidió ayer en Barcelona la primera reunión del Comité Ejecutivo Nacional tras el Congreso del pasado fin de semana, donde su candidatura se impuso a la de Soraya Sáenz de Santamaría. En la jornada previa, los dos finalistas del proceso de primarias y sus respectivos equipos han mantenido diversas reuniones para acordar la integración de ambas ‘sensibilidades’. No hubo acuerdo por la inmovilidad de las posturas: mientras la exvicepresidenta requirió desde el primer momento una representación proporcional –en cantidad y calidad- al 43 por ciento del voto de compromisarios obtenido en el Congreso, el exvicesecretario se mantuvo en su criterio de que la integración no pasa por atender a cuotas sino por contar con los ‘sorayistas’ que él considera más adecuados. Finalmente, Soraya Sáenz de Santamaría ni siquiera ha tenido la delicadeza de asistir el cónclave de Barcelona.
El Partido Popular ha iniciado una nueva etapa en la que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas, que son sus contradicciones. Hasta ahora, para el PP, todo lo que no fuera el gobierno de la lista más votada era un ‘pacto de perdedores’. Es justamente lo que ha ocurrido en su proceso de primarias: se han unido todos los candidatos perdedores en la primera fase del proceso para desplazar a la candidata más votada. Algo que es absolutamente legal y legítimo, en contra de lo que el PP predicaba hasta el día de ayer.
La otra contradicción, en este caso no del PP sino de Soraya Sáenz de Santamaría, gira en torno a las cuotas. Cuando se establecieron las listas cremallera y las cuotas para dar mayor presencia a las mujeres en la vida pública, el Partido Popular las despreciaba por considerar que el único criterio de selección era ‘el de los mejores’, como si las mujeres siempre tuvieran que ser una minoría entre los mejores. Ahora, la exvicepresidenta se ha acogido como un clavo ardiendo a su cuota de votos para exigir al nuevo presidente una representación del mismo grado. La falta de coherencia es palpable.
Durante la campaña precongresual Soraya Sáenz de Santamaría se ha mostrado como una persona engreída, soberbia en muchos momentos, y con cierto aire de superioridad sobre su oponente. Se ha permitido incluso el lujo de despreciar su presencia en ciertos medios –Atresmedia y Prisa- mientras aparecía mañana, tarde y noche en otros que consideraba afines o ‘poco agresivos’. Pablo Casado, por el contrario, no ha hecho ningún tipo de selección: allí donde le llamaban, allí iba. Ha dado todo un ejemplo de tolerancia hacia quien ha ido de sobrada por la campaña.
Administrar la victoria no es fácil, pero tampoco es sencillo administrar la derrota. Soraya Sáenz de Santamaría estaba preparada para administrar su victoria, pero no su derrota. Su proceder en los días siguientes al Congreso justifican el voto favorable de la mayoría de compromisarios hacia su oponente. Tal vez la exvicepresidenta debería haber leído algo –si es que lo desconocía- sobre la reacción que tuvo Susana Díaz cuando perdió ante Pedro Sánchez en el proceso de primarias socialistas. En este caso la perdedora renunció a cualquier tipo de cuotas en la Comisión Ejecutiva Federal y manifestó a Pedro Sánchez su deseo de que tuviera las ‘manos libres’ para que hiciera la ejecutiva que deseara. Lo primero que un perdedor tiene que reconocer a cualquier vencedor de un proceso electoral es su libertad para elegir a un equipo de su confianza. Sáenz de Santamaría esto no lo desconoce, pero, por la razón que sea, ha querido exigir a Casado lo que ella ha negado a otros tantas veces.
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