En un mundo en el que la acrobacia, el riesgo y la superación física tienen mil formas regladas —y rentables— de manifestarse, desde el deporte de élite a sofisticadas manifestaciones circenses, sorprende la proliferación de juegos autodestructivos incitados por la vanidad de las redes sociales. Ya saben: me refiero al balconing, al train-surfing y a otros ejemplos de actividades inútiles y absurdas motivadas por la petulancia de hacerse un selfie.
El último caso, el del menor de Coslada muerto tras caerse del techo de un tren al golpearse con la catenaria. Pero hay ya dos mil más.
En su descargo, los practicantes de semejantes tonterías al menos no ponen en peligro la seguridad de los demás. Contrastan con ellos los idiotas algo más talluditos que se graban a sí mismos a 260 por hora en un automóvil o practicando cualquier otra infracción de tráfico de enorme gravedad.
La prueba del nueve de su simpleza y estolidez la ofrece su propio afán de notoriedad, que acaba permitiendo su fácil identificación y el subsiguiente castigo.
Es que, para bien y para mal, estamos en un mundo visual y espectacular en el que siempre hay alguien que graba todo y queda, como nunca, constancia gráfica de cantidad de delitos de los que antes solo había meros indicios.
El último caso de imbecilidad al cubo lo aporta un brasileño que se ensaña con su mujer en el parking, ascensor y otras zonas comunes del domicilio, en presencia de las cámaras, y tras caer ella por el balcón, invierte el recorrido, mal limpiando la sangre y recogiendo el cadáver, para argüir luego que se trató de un accidente.
No es que la humanidad sea ahora más estúpida que antes: sólo es que renovamos la forma de serlo y, además, queda la prueba grabada de nuestra estupidez.
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