Donald Trump encadena una barbaridad tras otra y, sin embargo, tiene una legión de seguidores fieles, cada vez más convencidos de que los llevará a la tierra prometida.
A ellos no les arredra la aparente contradicción de que el eslogan electoral de America first lleve inevitablemente a la guerra comercial actual, con subida de aranceles, retraimiento del comercio internacional y perjuicio generalizado de las economías de unos y otros.
Da igual. Los americanos más integristas creen en ello, pero su éxito radica en que esa creencia contra la globalización, los productos extranjeros, las inversiones exteriores y otras acciones económicas es compartida por los radicales de izquierda: se trata de esa unión contra natura que sorprendentemente se da también en el Gobierno bipartito de Italia, por ejemplo.
Otra de las verdades en que basa su éxito fascista Trump es el ataque a la libertad de expresión. Lo hace porque sabe que sus seguidores odian a los medios de comunicación y a su independencia, más allá de sus posibles y puntuales excesos. Y ese odio es milimétricamente el mismo que pregonan los voceros de la extrema izquierda: una vez más se unen unos y otros contra la democracia liberal.
A eso, en términos políticos, se le llama populismo, ya sea quien lo practique Jesús Gil, Nicolás Maduro, Matteo Salvini, Pablo Iglesias o Donald Trump.
El éxito de este último radica, pues, no sólo en que le crean los blancos más ultras de la América profunda, sino que su aversión a la libertad es la misma que predican y practican los progres más radicales quienes, sin querer, resultan ser la última coartada ideológica de Trump
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