Parece que está mal visto que alguien alardee de aquello que tiene y cree que es deseable o admirable por los demás. Criticamos a los chicos fuertecillos de gimnasio por presumir de los bíceps que tanto tiempo les ha costado superdesarrollar y suponemos que son capaces de pasar frío en invierno con tal de que podamos admirarlos, ponemos verde a una amiga si lleva la falda corta porque ella cree que tiene las piernas bonitas o le decimos a nuestra pareja que piensa demasiado. Todo nos parece mal. Eso le dijo el tipo de la mesa de al lado a su chica, “piensas demasiado”. Ella no hablaba tan fuerte como él y tuve que reconstruir la conversación completa basándome exclusivamente en las respuestas de él. Dejé de masticar la tapa porque no los escuchaba bien. Era una conversación transcendente o, al menos, lo parecía por sus gestos. Ella tenía un rictus serio, grave, y yo, de haber sido él, habría estado seriamente preocupado por la que se le venía encima. La chica tenía cara de mala leche, sin embargo él no mostraba un lenguaje corporal que aparentara preocupación, estaba repanchigado —o repantigado, como quieran— en el asiento y levantó la mano, así, como para llamar la atención del camarero mientras ella le susurraba algo. Yo me quedé con la frase que él le contestó, “Piensas demasiado”. Me pareció una frase tan lapidaria como desafortunada, entorné los ojos por si después de pronunciarla ocurría una deflagración, no quería estar en su pellejo, aquello pintaba mal.
¿Que piensa demasiado?, pensé yo pensando. ¿Se puede pensar demasiado? ¿Es que acaso se puede no pensar? Los hombres sí que podemos, doy fe. Lo sé porque estoy casi seguro de que soy un hombre. También, porque la única vez que he dado la respuesta correcta a una pregunta fue sin pensarla, ocurrió de sopetón. Desde entonces pensar no me ha llevado por buen camino, empiezo a estar de acuerdo con aquel fuertecillo. Bien es verdad que ese acierto ocurrió en una vida anterior y que yo, por aquel entonces, aún tenía de todo, hasta rodilla. Había ido a Carrefour —tal vez todavía se llamara Pryca— a comprar un paquete de bolas de tenis que estaban en oferta. Allí había quedado con mi amigo Miguel Ángel Jiménez porque él también tenía que comprar alguna tontería, acordamos vernos en la línea de cajas e irnos juntos, después, a jugar un partido de tenis a vida o muerte. Como él no aparecía a la hora acordada, me quedé delante de una de las cajas, esperándolo —entonces no había una fila única, sino que era el azar quien decidía si te tirabas media hora para pagar o no—. No había mucha gente, era temprano y para terminar pronto no necesitabas ir a una caja rápida —una de esas en las que sólo te atendían si llevabas menos de diez artículos—. Delante de una de las cajas, pero unos metros más atrás, cada cierto tiempo miraba alternativamente hacia ambos lados con la esperanza de ver aparecer a mi amigo por alguno de los pasillos que allí desembocaban. No llegaba. Me harté y decidí pagar las pelotas de tenis y esperarlo fuera.
Me acerqué a la caja que tenía justo enfrente de donde en ese momento yo estaba y, cuando le entregué a la cajera el paquete de bolas, ella me preguntó que si estaba decidiendo qué cajera era la más guapa para pagar en ésa. La cuestión me cogió por sorpresa. Al parecer me había visto mirando indeciso hacia ambos lados. Estaba enfadada, no parecía tener un buen día y me estaba, con aquel comentario, llamando superficial y, quizás también, machista. Menos mal que no me di cuenta en ese momento y le respondí que no, que estaba esperando a un amigo con el que había quedado para irnos juntos, pero que si hubiera estado haciendo eso que ella decía, había acertado. En aquel momento no pensé qué tenía que contestar, sólo lo dije y sonreí. La amabilidad es un arma muy afilada. A mi cerebro de hombre sin bíceps no le dio tiempo a construir una respuesta, mi cerebro tiene mala leche, yo no. Estaba claro que lo que respondí desarmó a la cajera y le cambió la cara de mala hostia por una cara amable. Me cobró y yo me fui tan contento. Le dije a mi cerebro, “jódete”. A la salida miré detrás del ticket de compra por si ella había anotado su numero de teléfono. Y no. “Te jodes, piensas demasiado”, me dijo el cerebro.
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