Aunque tengo buen ojo para elegir dónde me siento en los bares, a veces fallo y la conversación de la mesa de al lado me resulta anodina o, simplemente, no existe —hay quienes quedan para tomar café y terminan hablando con el wasap cada uno por su lado—. Si no lo veo claro, cojo el café y/o los callos y me voy a otra mesa con mejores perspectivas. No me da vergüenza cambiar, el camarero pilla un soponcio porque piensa que ya le han hecho un simpa. Cambiar es sospechoso, está mal visto por los que no cambian ni de corte de pelo, ni de estilo a la hora de vestir, ni de coche, ni de pareja, ni de novelistas, ni de casa, ni de mesa en el bar —es raro cambiar de mesa si no te da el sol—. A veces si no cambiamos es sólo para no tener que abordar una pregunta, la más terrible de todas las cuestiones que alguien puede plantearte: ¿por qué?
Recientemente he cambiado de casa y he tenido que enfrentarme al momento más duro en la vida de un inquilino, ése en el que tu casera es más joven que tú. Ella tiene, obviamente, al menos dos propiedades, y yo no tengo ninguna, ¿eso cómo puede ser? He pensado que si Cristiano Ronaldo tiene una edad biológica de 23 años, yo tengo ya 62 como poco y va siendo hora de que siente la cabeza. He dado una vejetada y no le veo más solución a este sinvivir que pedir una hipoteca. Una hipoteca es un leitmotiv, un algo que te centra, que te rejuvenece. ¡Cómo envidio a la gente con hipoteca!, sus plazos mensuales, su IBI, sus reuniones de vecinos. Le he propuesto a mi nueva casera que hagamos un contrato de alquiler con opción a compra porque me gusta su casa, nuestra casa. Aunque dice que se lo va a pensar —creo que me va a dar calabazas inmobiliarias—.
Es un apartamento pequeño, casi cuántico, es muy bonito y bien decorado, hay un teléfono rojo, de góndola, muy vintage, y también uno inalámbrico más moderno. Anoche sonó el teléfono rojo a las tantas y, tal y como yo suponía, era Putin, el presidente ruso. Le colgué como a una comercial de telefonía, no estaba yo a esas horas como para hablar de bombas nucleares ni de campañas presidenciales. Me cae mal Putin, le tengo tirria. Le he dicho a la casera que se lleve el teléfono rojo de góndola y me ha dicho que es decorativo, que no funciona. Me he preocupado, no porque estuviera desenchufado, sino porque yo no sé hablar ruso.
Los cambios tienen eso, que cambias tú también, te conviertes en otro. Se lo he contado a Isaac Asimov y dice que no me preocupe porque todo en el universo está sujeto al cambio. Y hasta ahí estoy de acuerdo con Isaac, pero se le olvida —y no me gusta polemizar con él porque se pone muy terco y parece que habla de ciencia ficción— que la fuerza más poderosa del universo es la inercia, esto es, la tendencia de cualquier cuerpo a permanecer en el estado en el que está.
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