Regresa Pedro Sánchez dentro de unas horas a España, la España de sus penitencias, esa que le llevó a confesar, ante las Naciones Unidas en pleno, sus días de desaliento y de tentaciones de tirar la toalla. Pero el presidente es fuerte y afrontará la tormenta que aquí, en su país, tiene planteada tras haberse dado un baño en las placenteras aguas de la lejanía.
Poca rentabilidad de imagen ha sacado el presidente, bien es verdad, de su estancia en Canadá, donde no se habló de otra cosa que de los calcetines de Trudeau, y en los Estados Unidos, donde la comidilla fue el modelito de la segunda dama de España en su fotografía oficial con los Trump. ¿Frivolidades? Sin duda, pero servían para aliviar la pesadez en el ambiente nacional, cargado por las filtraciones de las conversaciones de la ministra de Justicia con el comisario infame y también, inesperadamente, por las poco elegantes, pero seguramente legales, maniobras del ministro más atípico, Pedro Duque, con el fisco.
Y luego, claro, está lo del 1 de octubre. Menudo panorama. Permítame el lector olvidar por unos momentos lo de Dolores Delgado, cuya dimisión pronta doy por segura, dentro de lo que pueden asegurarse cosas así en un sitio como el de aquí, y lo de Pedro Duque, que imagino que estará pensando por qué diablos accedió a la llamada presidencial para meterse en estos berenjenales.
Y centrar el comentario, en cambio, en esa fecha mágica, la del 1 de octubre, que a este paso está destinada a ser la que mayores quebraderos de cabeza dé a Pedro Sánchez en su aún no demasiado dilatada carrera política. Porque fue precisamente el 1 de octubre de hace solamente dos años cuando el secretario general del PSOE Pedro Sánchez salió defenestrado, casi literalmente, de la sede de Ferraz, hacia el exilio interior de la reconquista del poder perdido, que recuperaría en las urnas internas casi nueve meses después. Y ahora, el presidente por moción, que no por elección, se ve ante otro 1 de octubre potencialmente peligroso para él. ¿Logrará contener el president de la Generalitat, Quim Torra, los ímpetus excesivos de la CUP, de los CDR, de las masas a las que el propio Torra ha venido enardeciendo desde que tomó posesión en el Palau de Sant Jaume? Porque la apuesta de Torra, que aún mantiene conexión telefónica con Sánchez, es llevar las cosas al límite, pero no a la rebelión, en esta conmemoración del año transcurrido desde el 'referéndum de autodeterminación' del 1 de octubre de 2017, un pucherazo, en realidad, digno de Idi Amin Bokassa, pero agravado por los errores policiales y dialécticos del Gobierno central. La verdad es que en este año todo ha empeorado en lo tocante a las relaciones de Cataluña --no solo la independentista-- con el resto de España. La aplicación del artículo 155 no sirvió de gran cosa y su levantamiento, tampoco. Creo que en ambas orillas del Ebro se ha producido una involución respecto de la otra parte, de manera que ahora incluso la palabra 'diálogo' está desprestigiada y cada visita de buena voluntad del jefe del Estado a tierras catalanas es acogida como casi una declaración de guerra. Ambas partes saben que, si nadie lo remedia, cuando se cumpla un año de la estancia en prisión de Junqueras --que sería el mejor interlocutor para La Moncloa-- los desórdenes callejeros serán máximos: no habrá normalización mientras haya presos, te dicen tanto los ministros del Gobierno central como, en voz baja, los dirigentes de los otros partidos, aunque oficialmente sus posiciones sean otras. Pero tanto el Ejecutivo de Sánchez como todos los demás se sienten presos de eso que se sacraliza, y así debe ser, como separación de poderes. Y en las manos del juez instructor Llarena, a quien Rajoy dio todos los resortes reales de ese Estado de derecho, está el destino de esa aproximación entre Madrid y la Barcelona oficiales.
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