Sus detractores le han llamado de todo: arrogante, estúpido, narcisista, misógino, belicista, facha, demente… y probablemente con razón. Pero resulta que por esos defectos, precisamente, a Donald Trump le vota una parte del electorado norteamericano que odia más a los adjetivos de signo contrario.
Tampoco hay que hacer demasiado caso de la reciente pérdida del control del Congreso por su partido. En Estados Unidos, eso es lo más habitual cuando un presidente llega al ecuador de su mandato: que los electores buscan balancear su poder, para evitar así que mande demasiado. Le sucedió, por ejemplo, a Bill Clinton, que respondió a los ciudadanos diciéndoles “he entendido vuestro mensaje de mayor colaboración entre los partidos”. Y dos años después consiguió la reelección; antes, claro, de que ocurriese el escándalo de Monica Lewinsky.
En cuanto a la baja popularidad actual del presidente, también es suceso corriente en la política norteamericana. A mitad de su segundo mandato, a Barack Obama sólo le quería el 44% de los ciudadanos y ya ven la imagen impoluta que ha dejado.
¿Cuál es, pues, el punto más débil de Donald Trump que puede impedirle ser reelegido?: la edad, pura y simplemente la edad del actual presidente.
De ganar dentro de dos años, Trump acabaría su mandato con 78 años, superando así la edad de Ronald Reagan cuando dejó la Casa Blanca. Recordemos que el mayor hándicap del republicano John McCain al oponerse a Obama en 2008 fue, precisamente, que tenía entonces 72 años.
O sea, que será la propia biología —y la posibilidad de que el presidente norteamericano se muestre aún más errático en su brutal y descarnada política en un futuro— lo que condicione el futuro de Trump más que unas acciones que no incomodan a la mitad de sus paisanos.
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