A diferencia de muchos otros compañeros que no encuentran la ocasión o el coraje necesario para decir en público lo que sí dicen en privado, yo sí he expresado en más de una ocasión mi percepción de que a Andalucía le vendría bien un cambio de escenario político tras casi cuatro décadas de monocultivo socialista. En la variedad está el gusto, que podríamos decir.
Ahora bien, una cosa es argumentar las razones o motivos por las que alguien, en tu opinión, debería o no debería permanecer al frente del gobierno de una institución y otra bien distinta meterse en un mítin a hacer el cafre para reventarlo. La otra noche, en la localidad sevillana de San Juan de Aznalfarache, un grupo de taxistas que protestan por la competencia de las VTC, se plantó en un acto político que tenía previsto ofrecer la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, y montó tal lío, con episodios de crispación y violencia, que el acto hubo de ser suspendido. No soy especialmente partidario de la gestión de la presidenta Díaz, pero créanme que soy aún menos partidario de las coacciones, las amenazas y la violencia. Ni son las formas, ni es el medio, ni es el camino. Y esto que digo ahora lo he dicho también cuando el ultrajado o escracheado ha sido otro político o cuando alguien, haciendo su trabajo, ha recibido amenazas, menosprecio o incluso algo más desagradable, por razones de odio político.
Un país en donde sus ministros son escupidos en sede parlamentaria o en donde los actos políticos son reventados por grupos de alborotadores es un país que está comprando boletos para una rifa con un premio muy gordo que, por desgracia, ya nos hemos ganado entre todos en más de una ocasión en nuestra historia.
Cuando la violencia en sus diferentes grados comienza a sobrevolar la libertad de las personas, la sombra del peligro se afila con perfiles inquietantes. Tengamos la fiesta -la fiesta de la democracia, como dicen los que no tienen ideas propias- en paz.
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