La Junta de Andalucía, esa administración en la que es más fácil que se extravíe un millón de euros antes de que se arranque un matojo de manzanilla serrana sin su justo castigo, suele ponerse de perfil en los temas susceptibles de generar problemas vecinales y prefiere pasar la patata caliente a los ayuntamientos, que para eso están. La mecánica es simple: se da carta de naturaleza jurídica a un problema, se le pone un lazo en el BOJA y se deja luego en la puerta de los consistorios, como esos niños fruto de la concupiscencia que tanto llenaban los seriales de cuanto antes. Como ustedes recordarán, en Almería ya pasó eso mismo hace unos años con el botellón, que fue elevado por la Junta de Andalucía a nivel de conflicto vecinal, obligando al ayuntamiento a prohibirlo o autorizarlo, y generando de paso algunos momentos de tensión impagable, como cuando desde la candidatura del PSOE a las municipales de 2007 se envió a un comando de petardistas portuarios a hacer pirotecnia electoral al Salón de Plenos (por entonces en los Marqueses de Cabra) que hubo de ser evacuado por la Policía Local ante el riesgo físico que estaba corriendo la Corporación deflagrada. Ahora, en 2018, la Junta ha vuelto a fabricar un artefacto que, con la intención que ustedes pueden imaginar, esperan que le estalle en las manos al Ayuntamiento: las terrazas de los bares. Que si el ruido, que si el descanso, que si la conciliación, que si los vecinos, que si el negocio, etcétera. Ante el problema, la Junta escurre el bulto y, con una redacción nebulosa e imprecisa del decreto, pone en la línea de fuego a los ayuntamientos a ver si con suerte hay una pelea buena entre hosteleros y vecinos y la cosa pilla por medio a los alcaldes no afines. Pues de momento, el de Almería ya ha pedido a la Junta que se explique mejor, porque tal como parece venir la cosa, no va a quedar una terraza viva en toda Andalucía, y eso es un disparate. Ya ven que nos esperan días de gloria tras la campaña.
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