Siempre trato de evitar esa a veces fácil demagogia que consiste en criticar los viajes al extranjero de nuestros representantes políticos e institucionales. Suelen ser desplazamientos necesarios o, cuando menos, convenientes para las relaciones externas. Y no seré yo, desde luego, quien critique que el Gobierno español trate de combatir ‘in situ’ los efectos de esa ‘contrapropaganda’ que los secesionistas catalanes están haciendo para desprestigiar la democracia española sobre todo en los países de la Unión Europea. O que el Rey, o su padre, viajen en busca de aperturas de mercados: son, siempre se ha dicho, los primeros ‘comerciales’ del país. Y lamento mucho, por cierto, que el Gobierno no haya visto con buenos ojos que Don Felipe acudiese a Brasil a la toma de posesión de Bolsonaro, por muy cuestionable que sea, que lo es, el personaje.
Otra cosa es la falconmanía, claro.
De verdad que no sé quién diablos aconseja a Pedro Sánchez y a su entorno en esta materia, pero pienso que es mucho mejor que te acusen de no ser transparente cuando te preguntan si de verdad era necesario irse a Benicasim en el Falcon y cuánto costó la broma que dar una respuesta oficial señalando que la tal broma costó al erario público 282,92 euros. Es el gasto total “computado por el Departamento de Protocolo”, dice la nota inicial emanada de La Moncloa y firmada por doña María Hilda Jiménez, vicesecretaria de la Presidencia del Gobierno.
Para ese viaje, con perdón por la mención viajera, no hacían falta esas alforjas. Me temo que lo verdaderamente exigible ahora, en punto a transparencia, sería solicitar que doña María Hilda tenga a bien comparecer en sede parlamentaria, ante la comisión de altos vuelos correspondiente, para explicar con pelos y señales qué es lo que se comprende en ese presupuesto tan discreto: ¿meras atenciones protocolarias? ¿Y el precio del fuel? ¿Y la apertura del aeropuerto, ejem., de Castellón? ¿Y...? Ante la escandalera montada en las tertulias matutinas, La Moncloa hubo de precisar a media mañana de este miércoles que se refería, en efecto, solo a gastos de protocolo, porque el resto son secretos. Un secreto de Estado, al parecer.
Pues lo siento, pero no. No se puede amparar en el apartado de los ‘secretos de Estado’ la falta de información sobre un viaje a Benicásim para ir a un concierto o el desplazarse a Valladolid desde Madrid en tres aeronaves para asistir a una ´cumbre´ hispano-portuguesa. Porque de la falta de información, del silencio injustificable, del secretismo, nacen los rumores: ¿con quién viajaba Sánchez para asistir al concierto? ¿Por qué no se compara este gasto con el que otros primeros ministros europeos hacen cuando viajan para sus vacaciones privadas y que, por cierto, pagan de sus bolsillos?
Así, lo que era algo de escasa significación política, un gasto seguramente nimio en el conjunto de las expensas de Presidencia, se convierte en un arma en manos de quienes, por otros muchos motivos de mayor fuste político, muestran su hostilidad al Gobierno de Sánchez. Y el propio presidente da oxígeno a quienes pretenden presentarle como una especie de Marco Polo, adicto a la droga del Falcon para sentirse sobrevolando por encima de los mortales que vamos a pie, en tren --excepto a Extremadura, y perdón por el sarcasmo-- o en nuestros coches particulares. O en vuelos regulares.
Creo, de verdad, que existen motivos de crítica, o de aplauso, hacia la figura del feliz inquilino de La Moncloa mucho más importantes y trascendentes que sus desplazamientos. Pero no se puede dejar pasar la ocasión de señalar, una vez más, que los fantasmas que pueblan La Moncloa contribuyen a horadar el sentido del ridículo y de la mesura de quienes habitan el palacio de los falsos mármoles. Un palacio que ha quintuplicado sus dimensiones, sus protocolos, su personal, sus boatos y su, ejem, fuerza aérea, desde que, hace cuarenta y dos años, Adolfo Suárez se fue a vivir allí, abandonando la residencia de Castellana, 3. No estoy tan seguro de que también haya quintuplicado su eficacia.
Puede que sea apenas un detalle y que los monclovitas, que son como de otros mundos, piensen que hablar de esto es un bla-bla-bla demagógico; pero el presidente debería, a mi entender, darse una vuelta por las calles y preguntar qué le parece al ciudadano medio eso de la falconmanía. Y luego, que les cuente lo de los secretos oficiales, a ver qué le responden.
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