España, país habitualmente escéptico consigo mismo, irónicamente definido por Bismarck como el más fuerte del mundo, porque "los españoles llevan siglos tratando de destruirse sin conseguirlo", siente arrebatos de orgullo ocasionales. Solo ocasionales, ya digo, pero entonces echamos mano de las estadísticas que nos dicen que somos los más sanos del planeta, casi los más longevos, entre los más felices y demócratas, bastante ricos en comparación. Y sacamos pecho imperial: somos la envidia de Occidente y para qué hablar de Oriente. Sin el menor ánimo de ensombrecer tanta gloria satisfecha, y orgulloso como estoy de ser español, casi nada, me siento en la obligación de matizar algunos aspectos. Por aquello de que, en medio de tan rosáceos horizontes, aún somos susceptibles de mejorar.
Pensaba en ello cuando asistía, este martes, a una conferencia dada en el foro Nueva Economía por tres presidentes autonómicos reclamando infraestructuras para Galicia, Castilla y León y Asturias. Pensé que España, bastante bien dotada en carreteras, trenes y aeropuertos --bueno, sobran aeropuertos incluso-- tendría que pensar más en cómo equilibrar la distribución de la población, que se marcha de las zonas interiores, y que, más que pedir AVES, tendríamos que ocuparnos de garantizar un semejante bienestar e iguales oportunidades para evitar la emigración desde esas comunidades del interior hacia zonas costeras, especialmente mediterráneas.
O sea, que todo tiene pros, que celebro, y contras, que lamento. Porque de acuerdo en que la dieta, los muchos bares, el sol y la alegría cañí nos hacen más sanos, más felices y, quizá por ello, que vivamos más años que los franceses y los portugueses, que son vecinos estimables. Pero el concepto de la salud debería también extenderse a lo moral y a lo cultural, donde andamos algo enfermos, me temo, y la felicidad no sé bien cómo se mide: asistí el sábado en Burgos a una competición dialéctica entre colegios de jesuitas acerca de si somos o no felices. Los ganadores, de un centro coruñés, negaban que la tecnología y comer mejor que, por ejemplo, los británicos y los italianos, sean, contra lo que propugnaban los finalistas, de un colegio barcelonés, elementos claves para definirnos como poseedores de eso tan etéreo, tan mudable, que es la felicidad.
Personalmente, estoy más bien, en esto, con los coruñeses: no me puedo declarar feliz, ni demasiado demócrata, ni muy sano en lo más íntimo, mientras en España los niveles de corrupción y de desorden administrativo sean los que son, mientras la libertad de expresión retroceda y mientras nuestros niveles de democracia sean perfectibles, como bien se ve cada vez que nuestros representantes tienen ocasión de mostrar (y meter) la patita. Ni mientras alguna red social evidencie que somos, acaso, uno de los pueblos más incultos y a veces brutales de Europa.
Quiero, repito, a mi país. Por encima de casi todas las cosas. Por eso a veces, como a Ganivet, o al tan mentado ahora Antonio Machado, o al propio Azaña, me duele España por lo que calla, que tantas veces la hace estar como ausente. Orgullosos de ser españoles y por ende también un poco catalanes, hasta la médula. Pero el triunfalismo chauvinista, que tantas veces hace que dejemos para mañana los problemas de hoy, dejémoslo para otros.
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