¿Conoces a Joe Black?

Juan Pardo Vidal
07:00 • 07 mar. 2019

Me preocupan mucho los colines, paso mucho tiempo reflexionando sobre ese tema, qué cosa, ¿para qué los ponen si a nadie les gustan? Yo, que estoy muy concienciado con el medio ambiente, los reciclo. Cuidadosamente los chupo y los deposito, bien alineados, en un platito aparte para que los reutilicen. Puestos a elegir, yo preferiría que acompañaran las tapas con rosquillas de Alhama, harían el mismo trabajo que los colines y las podríamos mojar en la cerveza. 


La terraza del bar donde a veces desayuno linda con el patio de un dúplex. La dueña del dúplex es una mujer mayor que a menudo viene al bar con sus amigas. Le guardan los colines sucios (los míos yo creo que no) porque tiene un loro gris que se pirra por ellos. Cuando el loro la oye hablar, se sube sobre la tapia que separa la terraza del bar de su patio y le grita vete pa la casa. Que es lo mismo que la mujer le dice a él cuando lo ve encaramado ahí, vete pa la casa. El loro está suelto en su jardín, tiene la jaula abierta. Las historias del loro hacen las delicias de sus amigas. El loro está especializado en carteros. Cuando traen un certificado y llaman al timbre dice voy, voy. Y no va. Y el cartero venga a esperar.


—¿Hace semanas que no he visto a la dueña del loro, ni al loro? —le pregunto al camarero. —Se ha muerto el loro, responde, y la mujer está ingresada.—Vaya, pobre mujer. ¿Qué pasó?, —me acomodo bien en el asiento, la cosa promete. —Pues mira, dicen por el barrio que Joe, el perro de un vecino, se fue al parque de enfrente a pasear con su dueño, se fue a corretear y regresó con el loro muerto en la boca. El dueño del perro cogió al loro y se lo llevó a la casa de la señora, saltó la valla y lo colocó dentro de la jaula para que pareciera un accidente y aquí no ha pasado nada. Luego vino la señora y le dio el soponcio, porque, al parecer, hacía ya dos días que el loro había muerto y ella misma lo había enterrado en el parque para que su tumba estuviera cerca de casa. Se le había atravesado un huevo, era una hembra, se llamaba Isa. Isa, Isa, lo decía muchas veces.



El camarero se partía de risa mientras me lo contaba, yo en cambio tenía ganas de llorar. No volveré a ir a ese bar. Lo comprendí todo, el perro y la lora estaban enamorados, el la desenterró porque le ladraba poemas de Garcilaso y de Quevedo. Recordé aquellos versos su cuerpo dejará, no su cuidado,/serán ceniza, más tendrá sentido,/polvo serán, mas polvo enamorado.  Primero la muerte, y después su dueño, le arrancaron a Joe de sus fauces a la amada. Los golpes que injustamente le propinaron antes de que se supiera la verdad ya no le dolían. Aulló el perro por la noche, como aúllan los que están enamorados y no comprenden el mundo, aulló como una ambulancia aúlla. Su amada había muerto de parto como Isabel Freyre, la amada de Garcilaso, y él, Joe, en ese momento deseó morir de una pedrada como murió el propio poeta.





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