Durante la Segunda Guerra Mundial, en el Frente del Pacífico Sur, el militar más condecorado de la historia en los Estados Unidos, el general McArthur, se encontró un enemigo con el que no contaba: los mosquitos. El militar se quejaba amargamente de que por cada hombre que tenía en disposición de enfrentarse con un japonés, otro estaba convaleciente a causa de una enfermedad transmitida por el insecto. Y es que los mosquitos actúan como vectores de determinadas enfermedades provocadas por parásitos protozoos, como la malaria, o por virus, como la fiebre amarilla, el Dengue o el Zica. Por este motivo, en numerosas ocasiones escuchamos esa afirmación tan poco precisa de que el mosquito es el animal más mortífero del mundo.
Pero, estrictamente hablando, los verdaderos responsables de esas muertes no son los mosquitos, sino los microorganismos de los que son vectores. Y un tipo de éstos, como ya hemos apuntado, son los virus. Estos organismos son los responsables, cada año, de la muerte de más de tres millones de personas. Y en el pasado fue mucho peor. Sólo el virus de la viruela pudo acabar, en el siglo XX, con la vida de más de 300 millones de personas.
Los virus no son organismos vivos. Son, sencillamente, agentes infecciosos. Y no lo son porque carecen de estructura celular, porque no son capaces de autoreplicarse a sí mismos para dar lugar a nuevos virus, y porque no tiene la capacidad de relacionarse con el medio en el que se encuentran. Pero, entonces, ¿qué son? Pues son apenas unas pocas proteínas organizadas de tal manera que en su interior son capaces de proteger a un ácido nucleico (ADN o ARN), y que se aprovechan de la maquinaria de una célula a la que infectan para dar lugar a nuevos agentes infecciosos.
Los virus son los responsables de algunas de las enfermedades más letales en la historia del hombre. Algunas ya las hemos mencionado, como el Dengue o la viruela, pero también el SIDA, la rabia, la gripe, el sarampión o la rubeola son enfermedades ocasionadas por virus. Por suerte, para muchas de ellas disponemos de vacunas altamente efectivas. Es el caso de las paperas, rubeola o sarampión. Pero no podemos bajar la guardia.
Los virus no fueron detectados hasta finales del siglo XIX, debido a su tamaño –menor que el de una bacteria–. Desde entonces se han identificado unas cinco mil especies, y se piensa que más del 99% están aún por descubrir. Pero no todo tiene por qué ser negativo. En los virus podría encontrarse una solución a la lucha contra el cáncer, contra las superbacterias o contra centenares de enfermedades que atacan a nuestros cultivos. Habrá que definir de manera adecuada los términos de nuestra relación con ellos.
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