Al principio de este ya largo camino, cuando las jornadas terminaban en el estrépito de la rotativa y la noche olía a tinta fresca, uno salía de la redacción convencido de que su artículo del día siguiente iba a provocar grandes transformaciones en la vida política, social y económica de Almería. Naturalmente eso no pasaba nunca y el día a día se encargaba de corregir y desplazar el antropocentrismo juvenil hacia el terreno plano de la realidad, en donde uno no escribe para tanta gente como cree y lo que escribe tiene menos trascendencia que lo que imagina. Y ese tiempo, que los más pretenciosos llaman trayectoria o carrera, acaba confirmándote que las más de las veces tus columnas no son sino mensajes encapsulados en una botella que arrojas con cariño al mar diario, pensando que quizás algún día retornen o tengas aviso remoto de ellos. Por eso, esta columna tiene hoy más que nunca la vocación del entretenimiento del náufrago que escribe sus mensajes con más dedicación al estilo que a la esperanza en la respuesta. Y lo diré ahora que aún no se han producido accidentes o inundaciones: las duchas de la playa no son para bañar a sus hijos con jabones, señoras mías. Uno va por el Paseo Marítimo a la hora que el sol empieza a decaer, y por todo el litoral flota en el aire esa percepción que con tanto acierto reflejó en su publicidad una vieja marca de gel: “La dicha es mucha en la ducha”. Y tanto que sí. Madres enjabonando con brío cuerpos y cabellos de su prole, llenando el aire de sensaciones ingrávidas y sutiles, mientras otros grupos familiares esperan turno con una mano en el bocata y otra en el bote de champú. Y luego están -y sé que esto incomodará a la División Acorazada Disney- quienes usan las duchas para lavar a su perro. Tampoco son para eso. Y dicho está antes de que, por reiterado desprecio de la prohibición de usar jabón, las duchas provoquen inundaciones, atranques y resbalones. Entonces las madres mías serán para el Ayuntamiento. Al tiempo.
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