El camino

Juan Pardo Vidal
00:15 • 20 jun. 2019 / actualizado a las 07:00 • 20 jun. 2019

Hace unos días mi traumatólogo de cabecera me extrajo tres jeringas de líquido sinovial de la rodilla. Me hizo más daño que Sergio Ramos en el último minuto de la final de la Champions, pero no me importó el dolor porque yo estaba muy zen aquel día y en la vida hay que disfrutar del camino, aunque sea una mierda de camino y te hayas quedado solo en él y te duela la rodilla al andarlo. Es una cuestión de actitud, yo la tenía. No hay dolor.


Llegué a casa cojeando, abrí la puerta de mi piso y estaba todo encharcado, el manguito de la cisterna del váter había reventado y un chorro de agua pulverizada a presión inundaba el baño. Había un arco iris proyectado sobre las baldosas porque entraba el sol por la ventana. No pude ponerme de mal humor, pues era una imagen tan bonita. Parecía la señal que un buda gordo me enviara, decía la señal con voz cavernosa: —No te cabrees juanpardo, mira el lado positivo de todo este esturreo de agua—. Hice caso al gordo que levitaba sobre el bidé. Con una reverencia di las gracias en plan chino y corté la llave de paso. 


Como eran ya las dos de la tarde y la ferretería estaba cerrada, desmonté el manguito roto, me lo guardé en el bolsillo y bajé a La taberna de Domi a almorzar. Pedí una cerveza y, mientras me traían la tapa de gallo Pedro, fui al baño con la llave inglesa que casualmente llevaba encima. Sustituí el manguito de la cisterna de los aseos del bar por el mío roto. Fue un trabajillo fino. Regresé a mi mesa y el gallo Pedro estaba en su punto. Un amigo, desde la mesa de al lado, me saludó con la mano haciendo así. Estaba acompañado por una chica que yo no conocía. Me levanté y fui a devolver el saludo, en ese momento se me calló el manguito que había cogido prestado y su acompañante dijo, ayudándome a recogerlo, “tú siempre tan raro, Juanpardo”. —Perdón, ¿nos conocemos? —Soy Isa Guillén. —Madre mía, no me lo puedo creer. Tú eras la íntima amiga de mi primer amor, Rosalía. Así que, me senté a su mesa sin que nadie me invitara y puse el manguito encima porque me molestaba en el bolsillo trasero del pantalón. No nos habíamos visto desde el instituto. Por aquel entonces ella medía un palmo y medio más que yo, y ahora yo soy bastante más alto que ella. Se comprende que di tarde el estirón. Me dijo muchas cosas sobre mí que yo no recordaba. Me gustó lo que me contó de alguien que, al parecer, también era yo. Un extraño que no recuerdo. Lo he olvidado casi todo menos las pecas y los dedos.



No me quedé mucho tiempo con ellos, no quería molestar con las batallitas. Volví a casa, coloqué el manguito, abrí la llave de paso y tiré de la cisterna. Todo funcionaba. Con el recogedor y la fregona acabé con la inundación y esperé a que alguien llegara a casa y me dijera que qué apañao soy. Pero no vino nadie.





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