A algunos de mis lectores (que espero que sean muchos) el calificativo “burguesa” que le he puesto al sustantivo “democracia” les parecerá raro. A los que, como yo, vivimos el ambiente de la izquierda en el tardofranquismo es un vocablo común. Los “progres” de entonces discutíamos acaloradamente sobre los valores políticos, éticos, y sociales de las distintas formas de gobierno. Entre nosotros, los rojillos de diversas tonalidades, era un axioma decir, “democracia burguesa”, con cierta entonación y gesto de asco. Nos venía de nuestra, más o menos caudalosa, herencia intelectual marxista.
Para aquellos lectores jóvenes o poco avisados, tengo que decir, inmediatamente, que la democracia “burguesa” es la democracia parlamentaria, o, simplemente, la democracia, porque no se conocen (o, más bien, no se reconocen) otras “democracias”. (Aunque mediante la corrupción del lenguaje y el malabarismo verbal se pueden hacer “milagros”. Verbigracia: las democracias populares, en realidad, dictaduras impopulares.)
Marxistas Los cientos de grupúsculos marxistas —decía— mostraban un desprecio absoluto frente a la democracia “burguesa” que consideraban históricamente obsoleta, periclitada, superada… La democracia “burguesa” era una antigualla frente a la moderna y joven promesa de la “dictadura del proletariado”, que parió Marx (Karl, no Groucho).
Yo, en aquel tiempo, que venía de soportar casi 40 años de dictadura franquista, no pude nunca tragar ni digerir tal bolo mental: sencillamente, me resultaba insoportable el término dictadura en cualquier combinación. Máxime tras la experimentación propia de su aplicación práctica. Como era del PCE, un eurocomunista, un comunista tibio, motejado, con sentido peyorativo, como “revisionista”, pude manifestar siempre mis reparos a la avanzada “dictadura del proletariado” y mi franca querencia por la ajada democracia “burguesa”. Como lo hago hoy, manteniendo intacto mi convencimiento democrático frente a tanto débil mental que cede fácilmente a los cantos de sirena de los liberticidas. La dictadura del proletariado la teorizó y la llevó a la práctica Lenin. La extendieron (con éxito de crítica y público), Stalin, Mao, y los jemeres rojos en Camboya.
Guerra Los experimentos nazionalsocialista y fascista, tuvieron un trágico resultado de guerra, destrucción, genocidios y muerte. Pero el Gulag soviético, la Revolución Cultural china, y los campos de la muerte de Camboya, los acreditados frutos de los experimentos comunistas, empalidecieron las cifras de muertos de nazis y fascistas. El fascismo, en general, ha sido juzgado moral e históricamente siendo rechazado por la inmensa mayoría de las personas. El comunismo, en cambio, gozó de un amplio apoyo intelectual durante mucho tiempo, y aún ahora, hay amplias capas de población que coquetean o simpatizan claramente con él.
No comprendo, ahora, cómo, o de qué manera, se podía disculpar el horror de los millones de personas asesinadas en los diversos experimentos de “construcción del socialismo”, como se les denominaba. Cualquier otra idea que aportase como bagaje tan funestas consecuencias sería fulminantemente rechazada por cualquier persona razonable. Por el contrario, en periodo tan tardío como los años 1970-80, las diversas escuelas de pensamiento marxista (leninistas, troskistas, maoístas) gozaban de excelente salud intelectual, teniendo amplio predicamento en gran parte de la sociedad, desde las universidades al clero, en España, en Francia, en Italia, y en prácticamente todos los países occidentales. Herbert Marcuse, en EE. UU., disfrutó de generosas audiencias y reverente tratamiento intelectual.
Comunismo En todas partes se podía defender sin desdoro propio, ni vergüenza, la dictadura del proletariado frente a la decrépita democracia “burguesa”. Un ejemplo: Louis Althuser, fue un comunista de gran prestigio intelectual que ejerció de profesor en la Sorbona de París hasta el momento en que la locura le arrebató su inteligencia —y él, en un desgraciado final— mató a su mujer.
A la altura de este tiempo, cuando el falso doctor y el doctrinario seguidor de Robespierre, andan desgreñados, discutiendo como conducirnos hacia el desastre democrático, declaro mi fidelidad y amor a la democracia “burguesa” con sus “burguesas libertades”, todas muy burguesas y deleznables, pero a las que les he cogido tanto cariño, que no deseo que me las quiten, sino que me las acrecienten.
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