Tras la visita de don Quijote a la biblioteca del Monasterio del Escorial, donde pudo consultar algunos manuscritos griegos de Demóstenes e Isócrates, el caballero adquirió, entre otros, conocimientos acerca de la elaboración y exposición de los discursos. Tal descubrimiento le iba a permitir dar consejos más atinados al futuro gobernador. En esto pensaba nuestro hidalgo, cuando Sancho sorprendiole de esta guisa:
— Señor, prometiome vuestra merced que, una vez que visitara ese lugar de libros, me diría cómo he de situarme ante mis insulanos cuando vaya a hablarles, aunque sé que, en su fondo, piensa que «no se hizo la miel para la boca del asno» o eso otro que mucho me dice y que tanto aborrezco oír: «Cuando la naturaleza no da, Salamanca no presta».
—Sancho —replicó don Quijote—, deja ya tus refranes, si bien ciertos son, y dime de una vez por todas qué quieres de verdad saber.
—Pues a fe —dijo Sancho— que, como pronto me veo en la obligación de hacer discursos ante mis insulanos, no sé cómo he de situarme en esos momentos para evitar que puedan entrarme temblores en las piernas, que hagan que estas no dejen de moverse como si bailaran la zarabanda.
—Sancho, amigo mío, un orador, y tú, por extraña que te resulte la palabra, deberás serlo, ha de saber lo importante que es la posición con que te presentes ante tus insulanos y ninguna es peor que estar de pie y temblando de tus piernas, como si practicaras el baile de San Vito. Una persona que habla y no evita el balanceo causa la peor de las impresiones, pero no tengas pena que yo procuraré el remedio, pues cualquier deficiencia deja siempre una puerta abierta para dar remedio a ella.
—Pues dígame ese remedio, que no otra cosa espero de vuestra merced, -dijo Sancho, esperanzado-.
—Mira, Sancho, tus movimientos y andares tan desaliñados, que muestran tu crianza aldeana, me llevan a no aconsejarte la posición mejor a la hora de hablar, la que eligen los más excelsos oradores. Esta consiste en dirigirse a quienes los escuchan, sin obstáculos, moviéndose por el escenario con tranquilidad, con dominio del espacio, mirando a sus espectadores al hablar. Pero tal posibilidad en ti es como «pedir peras al olmo».
—O «pedir cotufas en el golfo» o «tan imposible como que el perejil nazca en el ascua» o … -respondió, aunque no pudo terminar, Sancho, muy dolido y sin encontrar justa causa en lo dicho por su amo-.
—Basta Sancho, que no has de sentir pesadumbre alguna, pues solo busco lo mejor para ti y no te imagino moviéndote con galanura y donaire en el espacio en que has de estar. Ansí que tengo otra forma de que lo hagas, que te asegurará una imagen menos mala ante tus insulanos.
Pues diga vuesa merced lo que haya de decir y deje ya de una vez de «marear la perdiz», y no me haga perder el tiempo en rodeos, con el pretexto de la falta de donaire en mi andar.
Como tú no controlas muy bien los movimientos de tu cuerpo, amigo Sancho, y tampoco sabes qué hacer con los brazos y manos, te sentirás más seguro si utilizas un atril, palabra procedente del latín lectorile (que significa del lector), que es un mueble para sostener libros o papeles abiertos, y que tú, al no saber leer, solo utilizarás para asentar tu cuerpo, sin que se cimbree, ni tiemble ni muestre su torpeza andariega, así como para aposentar tus manos, lo que, a su vez, ayudará a no mover en exceso los brazos. Si no lo haces así, es posible que no sepas dónde esconderlos, aunque cortos los tengas.
—Escuche lo que agora quiero decirle –respondió Sancho- que por raro que lo vea vuestra merced, conozco lo que es un atril, que uno de ellos hay en la iglesia de la aldea y, a falta de púlpito, en alguna ocasión vi al cura apoyar las manos para explicar la palabra de Dios.
—Pues bien, Sancho, una vez de pie tras el atril, intenta mantenerte erguido, pero no forzado. Los movimientos de brazos y manos han de ser suaves, naturales, que nunca puedan hacer pensar a tus insulanos que su gobernador está nervioso o es brusco. Tu gesto facial ha de ser expresivo, que transmita proximidad a tus gobernados. Ahhh, y no olvidarás, en tanto hablas tras ese atril, repartir tu mirada entre toda la audiencia, pues muy mal queda para un orador fijarla en solo algunas personas o lugares.
—Todo lo que vuesa merced hasta aquí me ha dicho —dijo Sancho— lo he entendido, pero, con todo eso, querría que me sorbiese una duda que agora en este punto me ha venido al magín: ¿cómo puedo con dos ojos solamente fijarlos en tantos súbditos que vendrán a escuchar a su gobernador?
Harto tuvo que hacer el caballero en disimular la risa al oír lo dicho por su escudero, pero una vez repuesto, díjole así:
—Mira Sancho, te quiero decir que es de mal gusto en un orador dirigir su vista siempre hacia la misma persona o hacia la misma zona de la sala y peor aún mirar al suelo o al techo. Y tú has de evitar ambas actitudes y has de hacerlo no olvidando, a lo largo de tu intervención, orientar la visión hacia sitios diferentes de la sala y, si posible fuera, repartirla por todos ellos. Y no digo más.
Amo y escudero cabalgaron hasta llegar a casa del cura del lugar, quien había mostrado interés no solo en conocerlos, sino en ofrecerles hospedaje durante aquella noche.
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