En lo de Franco, nos faltaron Berlanga y Forges

Manuel Campo Vidal
11:00 • 27 oct. 2019

Aprovechando cierta tregua del conflicto en Cataluña, las televisiones se volcaron el pasado jueves en la exhumación y reinhumación del general Franco. Audiencias disparadas por la curiosidad. Pero había poco que ver por la calculada sobriedad del acto, que no tuvo incidentes, en contra de lo que se temía. Aún así, de estar todavía entre nosotros Luís Berlanga, magistral director de “La escopeta nacional”, y Antonio Fraguas, Forges, cuyos dibujos añoramos cada día, nos hubieran retratado el episodio como solo ellos sabían percibir. 


No hubo funeral de Estado, ni espectáculo, pero sí tensión. Costó dos horas sacar la losa que cerraba la tumba. De haberse retransmitido en directo la operación, los tremendos martillazos y el ruido de las radiales hubieran estremecido al país. Por eso se requisaron teléfonos y se cubrió la operación con una carpa dentro de la basílica. Hubo gritos de “Viva Franco” en la explanada, pero de una veintena de familiares del dictador. No hubo bandera con el águila del viejo régimen sobre el ataúd, porque se obligó al nieto que la portaba a guardarla. No hubo gentes en las carreteras al paso de ninguna caravana, como cabía esperar, porque el traslado se hizo en helicóptero. 


Fracasó el show, pero, intentarse, se intentó. Una nieta de Franco, se acercó a la ministra de Justicia y le espetó: “Que la maldición de desenterrar muertos, caiga sobre vosotros”. Los supersticiosos, desde entonces, sufren aún más con las encuestas. No faltaron forcejeos por negarse algunos familiares a entregar los teléfonos. En la capilla del cementerio de Mingorrubio, oficiaron la misa dos sacerdotes, el prior del Valle de los Caídos, falangista confeso, y el hijo del teniente coronel Tejero, que se presentó en el cementerio de improviso. Cara y cruz del golpismo, que viene a ser una lotería fatídica: Franco triunfó en su intentona, al precio dramático de una guerra civil fratricida, y gobernó cuatro décadas; Tejero fracasó y fue condenado a 30 años de cárcel. Por medio, un chino muy franquista, un legionario de uniforme pidiendo paso para honrar al comandante de la Primera Bandera de la Legión, cuatro gritos y cuatrocientos personajes que parecían sacados de una España que ya no existe. Como los propios descendientes del dictador, beneficiarios de una fortuna que el hispanista Paul Preston, en un libro que ahora se publica, estima en mil millones de euros en el momento de su muerte. Y nadie en democracia se lo ha discutido, más allá del uso público del Pazo de Meirás que se resisten a autorizar.



Consta que hubo familias que celebraron el día como una fiesta, pero también tacañería en un sector de la izquierda para reconocer que el presidente Pedro Sánchez se empeñó en acabar, y acabó, con el símbolo de una injusticia: el hombre que empezó la guerra civil con un golpe de estado permanecía enterrado entre varios miles de las víctimas que causó, de un bando y otro. Pablo Iglesias pidió retrasar la exhumación por la proximidad de elecciones. Tacañería y, en otros casos, ignorancia. “Fue un funeral de Estado porque estaba una ministra”, clamaba Dante-Fachín, ex podemita y ahora independentista hiperventilado. El ministro de Justicia, como notario mayor del Reino, dio fe y levantó acta del entierro del dictador en 1975 y la ministra y notaria actual -por cierto una mujer, cuando ninguna ostentó cargo similar en los gobiernos de Franco- levantó acta de esta rectificación de la historia 44 años después. Sin más.


Pero con detalles que en la imaginaria película de Berlanga hubieran desternillado, como la empresa de lápidas, con su furgoneta rotulada como “Hermanos Verdugo”. Por lo visto no encontraron otro proveedor. Una señora protestando excitada a los agentes porque no la dejaban “entrar a rezar” en la Basílica. Ultraderechistas llamando al Gobierno “profanadores de tumbas”. Pintadas en algunas iglesias contra el Cardenal por no haber impedido la exhumación: “Osoro Judas”. Si Forges hubiera vivido hasta hoy, se sale.






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