La inconsistencia del proyecto de gobierno alcanzado ayer entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias se demuestra en el simple hecho del rápido acuerdo. Las diferencias que fueron insalvables durante meses desaparecieron por arte de magia en apenas un día, lo cual quiere decir que o bien mintieron al decir que eran imposibles de superar o que mienten ahora cuando dicen que las han superado.
En todo caso, que el primer gobierno coaligado de la historia reciente venga marcado por la brutal desconfianza mutua no parece presagiar nada bueno. Falta por conocer el detalle del reparto de sillones entre los que siempre dijeron no querer sillones y los que los tienen que ceder ahora para evitar el bochorno supremo de una nueva repetición electoral.
Por otra parte, hay un dato que no admite demasiadas interpretaciones: los que han saludado con más entusiasmo el preacuerdo de formación de este gobierno tan progresista y tan centrado en evitar la confrontación, como dijo Sánchez, son los grupos y partidos que tienen como aspiración común la destrucción de España en su modelo territorial, económico y social. Y si los que quieren siempre lo peor para nuestro país están contentos con el anuncio, insisto en que no cabe hacerse muchas ilusiones respecto de lo que puede traernos en el futuro el ejecutivo que ensamblen Sánchez e Iglesias.
Llama la atención, eso sí, el poco tiempo que ha tardado el Dr. Fraude en echarse en brazos de quien, hace tan solo unas semanas, no quería ver en su gobierno de ningún modo, porque el simple hecho de pensarlo le hacía perder el sueño. Ahora Sánchez podrá tirar el famoso colchón que cambió como primera acción de gobierno porque ya no le va a hacer falta: se va a pasar las noches en vela contando borregos. Pero yo lo entiendo. Se pone uno a imaginar ese consejo de ministros mixto reunido cada viernes en Moncloa y acaba pastoreando un rebaño de pesadillas. Y de las gordas.
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