Cuando el panorama de asuntos comentables se ensombrece de tal manera que, a diario, uno se ve obligado a elegir entre escribir sobre un tema horrísono y otro infame, se agradece que se despeje el horizonte y aparezca un asunto lleno de lecturas positivas, al que se aferra el columnista con la misma determinación que el náufrago abraza un tablón sobre las olas. Por eso hoy establezco una tregua con la actualidad política para decirles que el Ayuntamiento acaba de entregar el Escudo de Oro de la Ciudad a un hombre bueno y admirable -me refiero al profesor Antonio Galindo- al que hoy se puede aplicar lo que Churchill dijo una vez sobre los pilotos ingleses que lograron detener la invasión alemana durante la última guerra mundial: jamás tantos debieron tanto a tan pocos. Hace ahora 40 años, Antonio Galindo fue mi profesor y el de muchos otros compañeros que empezamos el BUP en La Salle con la desorientación propia de las edades y de los tiempos. Y los de 1ºB tuvimos la suerte de ser encomendados a un profesor que se estrenaba como tutor y que se ocupó de enseñarnos -primero a nosotros y después a todos los que vinieron- que la herramienta más poderosa al alcance del ser humano es la capacidad de transmitir el conocimiento. Fijar la mirada en la educación ha hecho de Antonio uno de esos profesores que son conscientes de que no basta con repetir los temarios, sino que hay que buscar la imprescindible extensión del proceso formativo. Como dijo el alcalde al entregarle el galardón, es justo que la sociedad devuelva el beneficio que supone ayudar a que los ciudadanos del mañana tengan criterios firmes, opiniones informadas, certezas científicas y dudas razonables. Antonio Galindo, que ahora se nos jubila, no sólo fue capaz de enseñar, sino también de sembrar en sus alumnos la inagotable energía que produce el querer saber más y aprender siempre. Incluso el binomio de Newton. Enhorabuena y muchas gracias por todo, profesor.
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