Caballero y escudero iban haciendo camino cuando vieron acercarse a dos hombres en sus cabalgaduras. Don Quijote, tras cerrarles el paso, los obligó a descabalgar y a explicar dónde se dirigían y cuál era su misión. Ambos eran, según dijeron, doctores y académicos de la Universidad de Valladolid. Los sorprendidos catedráticos no daban crédito a ese destartalado y extraño caminante que pedía aquellas explicaciones. Fue uno de ellos, que se había repuesto antes del sobresalto, quien dijo así:
—Vamos camino de Valladolid, pues comenzamos docencia en unos días. Tenemos pan, queso y algo de tocino en nuestras alforjas, que podemos compartir con vuestras mercedes si es que aceptan nuestra compañía.
Sancho, tan pronto oyó hablar de comida, mostró su interés por compartir los alimentos con ellos. Tras escuchar a su escudero, don Quijote habló de esta guisa:
—Mira, Sancho, puedo jurar que tu entendimiento es el más corto que tiene y tuvo escudero en el mundo. ¿Es posible que después de tanto tiempo en que andas conmigo no hayas echado de ver que los caballeros andantes no podemos aceptar la primera invitación que se nos ofrezca si esta viene de personas desconocidas? Pero ¿no entiendes que tales personas pueden ser meros encantadores que, con sus quimeras, necedades y desatinos, solo quieran mudar nuestros hábitos y destruir nuestros afanes de aventuras?
Si alguna duda había en los dos doctores de la inoportunidad del encuentro con aquel loco y esperpéntico personaje, ya se había diluido. Iban a hablar cuando don Quijote, que deseaba tanto como su escudero aplacar tanta hambre y necesidad, de nuevo se acercó para decir esto:
—Perdonen vuestras mercedes a mi escudero, pues nunca oyó hablar de Florián ni de Esplandián ni de Palmerín ni del mismo Amadís de Gaula y, por tanto, desconoce las reglas de la caballería andante. Es solo un labriego que ignora todo lo relativo al comportamiento que ha de tener un caballero ante la invitación de otro caballero, de un noble, de un fraile o de una hermosa dama. Nada puedo aceptar si desconozco de dónde vienen, cuáles son sus nombres y si, como dicen, sus oficios son los de académicos en Valladolid, ¿se podría saber de qué cuestiones tratan en sus cátedras?
—Venimos de la ciudad de Segovia, de donde somos naturales, y nos dirigimos a Valladolid. Mi compañero es el doctor Juan Luis López de las Cruces y es docente de lenguas clásicas, Latín y Griego, en tanto que mi enseñanza son las leyes. Y mi nombre es Trinidad Gómez de Purchena.
—Pues ya que sabemos quiénes son y de dónde son provinientes –dijo Sancho–, bien podremos compartir esas viandas, pues no otro interés hay en mí que no sea el de satisfacer mi estómago.
—Calla, Sancho –interrumpió don Quijote–, que no es provinientes, término inexistente en la lengua castellana o española, sino provenientes, que es como debe de decirse.
—Señor caballero andante, perdone mi osadía pero usted quiso decir debe decirse, que no debe de decirse –dijo el doctor López de las Cruces, quien había permanecido en silencio–. Me he permitido tal enmienda al deducir que su idea era expresar obligación, necesidad de decirlo así, pero si usted expresa debe de decirse es como si estuviere manifestando solo la posibilidad de que se pueda decir de tal guisa, que, sin duda, no es lo que vuestra merced, con mis respetos, quería comunicar.
—En efeto, así es, como vuestra merced dice –contestó don Quijote–. Echemos pelillos a la mar, dejemos de ser reprochadores de malos usos y dígame, doctor, como eminente conocedor de las lenguas clásicas, ¿qué piensa de la función de la retórica? Me placería saber qué es para vuestra merced, pues desde el día después de prometer a mi escudero que lo haría gobernador de una ínsula, intento, si bien en vano, que Sancho, que así se llama, pudiere percibir el interés que esta tiene para que sus discursos resulten mejores.
—Señor, dejémoslo por ahora y vayamos a remediar nuestra mucha hambre con esos manjares que de seguro traen nuestros acamédicos en sus alforjas –dijo contrariado Sancho–. Después podremos seguir con esa otra cuestión, ya insufrible, de la retórica. Además, señor, vuestra merced siempre me anda corrigiendo, una y otra vez, y justo es que yo lo haga hoy, pues dijo el día después y yo siempre oí el día siguiente.
De nuevo fue el doctor López de las Cruces, más versado en cuestiones filológicas que su compañero de viaje, quien tomó la palabra y dijo ansí:
—No, Sancho, no se equivoque vuesa merced, pues tal expresión, el día después, se usa en español desde ha un tiempo por parte de nuestros más ilustres escritores y en nuestros días por Boscán o Góngora. Ese después, pospuesto a sustantivos con valor temporal, día o año, adquiere valor adjetivo y significa ‘posterior’: «el día después de la guerra». También puede, en efecto, usarse el día siguiente con el mismo significado, pero no ha de olvidar que es el día después de y el día siguiente a.
La insistencia de Sancho y el hambre de don Quijote hicieron que la plática se interrumpiera para dar cuenta de lo traído por los catedráticos, que no era sino un pan blanco tierno aún, un rico queso y un veteado trozo de tocino.
De lo que se habló con posterioridad, lo conocerá quien leyere el capítulo siguiente.
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