Han cumplido escrupulosamente todas las medidas de seguridad e higiene contempladas en las diferentes disposiciones y normativas adoptadas por la administración. Aún cuando viven en una suerte de confinamiento y aislamiento natural, no han dudado en permanecer recluidos en sus hogares, usar las mascarillas y evitar desplazamientos que no han sido imprescindibles. Sus lugares de residencia, como otros muchos, han ofrecido imágenes insólitas, a caballo entre el sueño de una mala pesadilla y la cruda realidad que durante casi los últimos tres meses ha dibujado un mapa patrio multicolor que , poco a poco, semana a semana, quincena a quincena, mes a mes, ha ido uniformando sus tonos hasta lograr casi una única tonalidad, esa que nos permitirá, cada vez a más ciudadanos, poder hablarnos de tú a tú. El descendimiento de la montaña de la epidemia ha quedado grabado en las fases particulares y personales que cada cual ha vivido como mejor ha podido.
Como en toda epidemia, la incidencia de la misma marca fronteras, delimita territorios, asigna números, datos, resultados y estadísticas de contagios, de afectados, de ingresados hospitalarios, de asintomáticos, factores todos que han contribuido, de alguna manera, a crear dos realidades, la de un país contagiado y la de un país limpio de contagios. Frente a los afortunados que han superado los periodos más duros del confinamiento sin registro ni constancia de casos de contagio –la mayoría residentes en núcleos rurales y aislados donde la despoblación, por una vez, ha jugado a favor- se sitúa un relevante número de compatriotas residentes en grandes poblaciones y ciudades que, por el contrario, han albergado cantidades indeterminadas de contagios. La domiciliación durante el confinamiento ha conformado una suerte de RH que ha quedado in crustado, como una marca de agua, en quienes han vivido el aislamiento en su domicilio de un escenario “manchado” por la epidemia.
A una semana de la entrada en esa nueva normalidad, que, en mi opinión, ni será tan nueva ni tan normal, después de tantos descensos e, incluso, estancamientos, habitamos sobre un océano de incertidumbres, de temores y miedos que encuentran fiel reflejo en la “nueva” convivencia que avanza hacia esa normalidad que llegará en siete días.
Jornadas atrás, mi amiga Pilar, que ha pasado todo el periodo de aislamiento impuesto por el estado de alarma en su residencia habitual hispalense, se desplazó a su lugar de origen, un gran pueblo de la hermana provincia nazarí –que no ha registrado ningún caso de covid- para reunirse con su hija Sofía y su hermana Mercedes.
Tras estacionar su vehículo junto a la puerta de su casa, a unos escasos metros, se dirigió al interior del edificio. Un involuntario olvido le hizo prescindir momentáneamente de su mascarilla, justo en el instante en que una vecina transitaba por la acera. El hecho, meramente anecdótico, pronto fue objeto de comidilla comadrera y de cierto recelo, mal disimulado, por parte de la vecindad ante la presencia en el pueblo de “los forasteros” –aunque se posea segunda residencia- que pueden traernos el “bicho”. No es el único caso. En mi pueblo, sin declaración expresa, se adivinan actitudes recelosas por algunos convecinos ante la presencia de otros vecinos llegados de territorios contagiados. Hay quien evita el saludo lejano , la relación a distancia y, mucho menos, el “codeo”, ante la presencia de supuestos “apestados”. Un comportamiento que, aún entendiéndolo con cierta razón, resulta algo exagerado, pero, a lo mejor, forma parte de la “normalidad” que viene, la de quienes durante noventa días han vivido –donde les ha cogido- como confinados conejos amenazados por esta “nueva mixomatosis”, llamada covid19, que al regreso a sus primeras o segundas residencias, sufren una curiosa metamorfosis vecinal que les transforma en potenciales ratas contaminantes, como las de “La Peste” de Albert Camus.
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