Los negacionistas del coronavirus se ponen estupendos en nombre de los derechos fundamentales del individuo. Básicamente, el de manifestación. El debate proviene de las manifestaciones llevadas a cabo hace algunas fechas por los negacionistas. A balón pasado hemos discutido sobre si se debió prohibir o no, una vez comprobado que no se respetaron ni la distancia social ni el uso de mascarillas. Lógico y previsible, pues el espíritu y la letra de la convocatoria reniega de ambas medidas preventivas.
El comentarista defiende que debió haber primado la normativa vigente de lucha contra la pandemia. Así debe ser en lo sucesivo si algún colectivo vuelve a comunicar un acto público similar. A la vista del artículo 21 de la Constitución, estas concentraciones incurren en uno de los límites del derecho de manifestación. Uno es la alteración del orden público. El otro alude al "peligro para las personas y los bienes".
Hablo desde el sentido común, más que desde la filosofía política, la legislación vigente o las normas administrativas. Y es palmario que el sentido común antepone la salud y el bolsillo de los españoles al derecho de pasear públicamente una pancarta, por mucho que se haya respetado la normativa legal al convocar la manifestación.
¿En nombre de qué principio somos muchos los que defendemos las limitaciones ocasionales de ciertos derechos (libre circulación, manifestación y reunión, básicamente), que contenía el estado de alarma decretado en su día por el Gobierno central, así como las posteriores normativas de las comunidades autónomas? Solo uno: el bien común.
En todos los ordenamientos jurídicos figura como el gran dique antes eventuales extralimitaciones en el ejercicio de los derechos fundamentales. Si hasta el intocable derecho de propiedad privada puede ser derogado en nombre del interés general, según las circunstancias, también pueden correr la misma suerte el derecho de manifestación en nombre del superior derecho a la salud.
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