Muchos de quienes de alguna manera nos ganamos la vida con la pluma –no la de ave- hemos tenido siempre una especial atracción por los ambientes, entornos, lugares y establecimientos que con diferente acierto han convocado y reunido a cultivadores de la palabra y de las distintas artes: músicos, pintores, escultores, actores, escritores, poetas y literatos, entre otros oficios de la creación artística. Pueblos y ciudades registran en su historia la existencia de sus particulares establecimientos –cafés y círculos literarios, casinos y tabernas- en donde no ha faltado la bohemia como modo de vida, a veces elegido y en ocasiones aceptado por mero azar del destino. Sin bohemia, pero cargado de tradición, en mi pueblo sobrevivió durante muchos años un concurrido casino –masculino, por supuesto- donde se alternaban los juegos de mesa con las prolongadas y heterogéneas tertulias en las que se pretendía arreglar el mundo, se pronosticaba el triunfo o fracaso del Madrid, se ensalzaba la lozanía de la Jurado o de la artista de turno que llenaba la “caja tonta”, o se predecía el tiempo que iba a reinar, todo ello con un envoltorio de murmullos y café, entre la nebulosa de los cigarrillos, del puro y de alguna que otra cachimba.
El escribidor no ha escapado nunca a ese poderoso imán de los escenarios creativos y donde quiera que me he hallado no he dudado en husmear y adentrarme en esos exclusivos lugares, hijos del pensamiento, entre otras pretensiones con la de poner a prueba la capacidad de contagio de sus ilustres habitantes. Fiel a ese poder de seducción, durante mí añorada estancia en el Madrid universitario la búsqueda y visita a los santuarios de la bohemia literaria fue una constante diaria. De aquellos templos de la creación y de la conversación se mantienen algunos abiertos, como “El Comercial”, ahora escaso de ropaje literario, donde me contó un veterano camarero que era el lugar al que, en un principio, acudía a escribir en su tiempo César González Ruano; o el mítico “Gran Café Gijón”, pasarela de lo más granado de numerosas generaciones de la intelectualidad patria, incluidos todos los consagrados.
“El Metropolitano”, en la Glorieta de Cuatro Caminos, fue uno de aquellos refugios de café y humo del que guardo un recuerdo entrañable, pues no hubo velada vespertina a la que faltara un merecedor descendiente de Ramón María del Valle-Inclán, cuyas lentes eran gemelas del digno representante del modernismo. Aquella enigmática figura, de luenga barba y mirada penetrante, alimentada solo con la ubérrima tostada de abajo y el complemento de un café con leche, me puso al día sobre tan recurrente institución –la media tostada- que siempre ha gozado con las simpatías de muchos ciudadanos. Ha sido el generoso sostén de infinitos luchadores en la conquista de las Letras, si bien para otra clase de luchadores es un insuficiente nutriente. Durante muchas décadas no hubo escritor o poeta que en su periodo de lucha y en los supremos instantes de desfallecimiento espiritual y corporal –ambos suelen presentarse de la mano- no haya recurrido al socorrido tónico del café con media. Gracias al auxilio del café con media no han sucumbido en la lucha muchos esforzados autores que después han ocupado lugar señalado en el mundo del Arte. Todos son merecedores de admiración, pues triunfar y llegar a los días del triunfo a fuerza de pan con mantequilla –o aceite- es sencillamente admirable y bien pueden gloriarse de ellos los que lo han logrado. La media también es requerida por los que sin escasez económica para su sustento escriben por mero dandismo.
Sólo hay una diferencia entre el literato rico y el pobre; y es que el primero toma al día un café con media y paga diez o doce, en tanto que el segundo toma doce y paga uno, habitualmente cuando el camarero de turno se pone en sus trece.
Ha habido quienes, apartándose de lo castizo, han atentado contra la personalidad de la media tostada, pues algunos –pocos por fortuna- la han divorciado de su fiel compañero, el café con leche, para asociarla otras compañías como el zumo, el té o el chocolate. Si las medias tostadas hablasen siempre dirían que querrían morir como fieles y heroicas enamoradas: Casadas con el café o célibes. Por ello no entiendo a quienes destruyen tan apasionado idilio. Frente a ellos, conozco a un escribidor que se lo debe todo a la media tostada, casi puede decirse que gracias a ella vive. Durante los años de “lucha” devoró miles de tostadas de mantequilla. No comía otra cosa porque su situación económica no se lo permitía. A veces, para solventar tan modesto dispendio, tuvo que salvar obstáculos casi invencibles. El esfuerzo y su empeño le han recompensado y ahora no tiene dificultades, pues posee suficiente poder adquisitivo como para deleitarse con toda clase de manjares, y, sin embargo, continúa con el mismo menú: Café con media, a todo trapo. Un admirable ejemplo de gratitud. Mi admirado autor asegura que cuanto es se lo debe al café con media, y al café con media consagra cuanto tiene. Conocidos comunes sostienen que pesa sobre él una maldición que le condena a no comer a mantel otras exquisiteces; sin embargo, yo creo que tan extravagante obstinación se debe a que en sus tiempos de carencias y penuria hizo una promesa que ahora se complace en cumplir sin complejos: Alimentarse de café y media…y de media con café.
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