Languidece el mes de octubre en su último recorrido semanal por esta senda de incertidumbre y temores hacia no se sabe dónde. Habitamos en un hábitat que no reconocemos, en un espacio que nunca antes ocupamos y, sin embargo, se puede decir que lo mejor que podemos desearnos en este tiempo tan complejo es poder recibir cada día con el saludo de costumbre a quienes nos rodean. Sería de una ingenuidad supina creer que por haber superado a trancas y barrancas la travesía primaveral por el desierto de la maldición pandémica, podríamos llegar inmunes a este otoño vestido de ferocidad y temor. No podemos engañarnos, cuan la santa de Ávila vivimos sin vivir en nosotros porque las dudas nos abruman y en ocasiones nos sumergen en una ensoñación de difícil pronóstico. Aun así, en esta confusión progresiva, en este estado de zozobra y de preocupación extrema parece que la vida –salvo excepciones- debe seguir su curso de supuesta normalidad cuando ésta, por ahora, no deja de ser una anhelada y lejana quimera a la que todos aspiramos.
Uno de los aconteceres de la presunta cotidianidad que nos envuelve lo hemos vivido recientemente: En la madrugada de ayer, los relojes de nuestro país marcaron el último episodio del cambio horario que desde 1974 se lleva a cabo en territorio patrio y otros setenta países del mundo. En el caso español, al igual que en el resto de países de la Unión Europea, el retraso y adelanto de las manecillas se rige por la directiva 2000/84. A esta modificación de la distribución horaria que nos obliga a reciclar la actividad nuestra de cada día no le faltan defensores y detractores. En este sentido, mi opinión al respecto se halla dividida, más bien diría que partida.
El objetivo oficial de estos saltos horarios, de estos atrasos y adelantos que acaecen en los últimos domingos de los meses de marzo y octubre radica en reducir el consumo global de energía y hacer coincidir el inicio de la jornada laboral con las horas de luz natural. El resultado ofrecido por el Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía es que el ahorro doméstico en iluminación en el periodo comprendido entre los meses de marzo a octubre puede alcanzar el cinco por ciento. Aún con esta justificación, me permito sugerir por qué no se mantiene inamovible el horario de invierno, ya que a partir del día más corto del año, en diciembre, la luz crece solo por ambos extremos de la jornada para disminuir después sucesivamente; empero, numerosos países ya se han pronunciado en sentido contrario.
Al margen de los argumentos de carácter económico no faltan expertos que aseguran que este cambio de hora quebranta de forma brusca la adaptación progresiva del cerebro al cambio de luz solar, lo que puede ocasionar un estrés a nuestro “ordenador” que provoque alteraciones en el sueño, cansancio físico mayor de lo habitual, tristeza, irritabilidad e, incluso, ansiedad. Ciudadanos haberlos que achacan algunos de estos síntomas al cambio horario.
Por si acaso, quien suscribe se curó en salud, hace tiempo, tal vez como uno de los pocos actos de rebeldía que aún nos podemos permitir ante tanta imposición y tanto dictado de tantos popes de la vida pública, y jamás he osado alterar el ritmo de mis relojes, que funcionan en la posición que ocupaban el último año de la dictadura. De esta guisa me defiendo con mi particular horario, medio año en territorio insular y otro medio en la península. Los demás cambios me parecen, de cuando en vez, meros antojos del poder de turno en toda su amplitud.
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