Están todos los días en la cola de las oficinas de Cáritas en las parroquias, en las de los comedores sociales, en las de alguna de las ONGs que se ocupan de atender a casi 12 millones de españoles que ya estaban en riesgo de exclusión antes de la pandemia. Ahora se calcula que son un millón más. Y creciendo. Más mujeres, proporcionalmente, porque a ellas les golpean siempre más duramente las crisis. Y más niños. Necesitan alimentos de primera necesidad o algún dinero para pagar el alquiler de la casa, la luz o el agua, para que no se las corten.
No son “pobres de solemnidad”, como se decía antes, gente resignada a vivir en la exclusión permanente. Ya no es así. Muchos de los que acuden a esas colas tienen educación media o superior, algunos siguen trabajando, pero la mayoría están en un ERTE o han perdido su empleo en estos meses. No pueden recurrir, como en la crisis de 2008, a los abuelos o esa ayuda es ya insuficiente. El Ingreso Mínimo Vital no ha llegado a muchas de las personas que lo necesitan --más de un millón de solicitudes, solo la mitad tramitadas y menos del 20 por ciento aceptadas-- y hay quien sigue sin cobrar el ERTE. No llegan a fin de mes y tienen la nevera vacía. Tampoco pueden mantener su casa a una temperatura adecuada o disponer de un ordenador para que su hijo pueda conectarse o hacer los deberes. Se ven obligados a reutilizar las mascarillas, aunque no sean seguras, o a la lavar las quirúrgicas porque no pueden comprar más. ¿Qué familia se va a gastar diez euros diarios en mascarillas si no tiene ni para comer? A los Bancos de Alimentos se les están acabando los recursos.
Este reparto de la pobreza material severa es también desigual y va a aumentar la desigualdad. Hay diferencias de hasta 30 puntos entre Andalucía y Extremadura, por ejemplo, y Navarra. (Y, aunque nos pille más lejos, después de dos décadas de reducir la pobreza en el mundo --insuficientemente, pero avanzando-- esta pandemia ya ha hecho que se detenga ese paso de justicia social). Para todos ellos es una falacia eso de la “nueva normalidad”. No habrá nunca una nueva “normalidad” porque no va a haber ya normalidad. Hay ya una nueva realidad que exige otros comportamientos sociales y políticos. Sobre todo, si se quiere evitar que la desigualdad creciente no solo sea un problema grave para la democracia, sino que produzca un estallido social.
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