En días como hoy, más de media España vive pendiente de la salud –este año más que nunca- y la otra media no vive, sueña con la cantinela de las voces cantoras del madrileño Colegio de San Ildefonso. El canto de los números del sorteo extraordinario de la lotería nacional de Navidad, históricamente vinculado al veintidós de diciembre, es un condimento imprescindible de las fiestas de la Natividad, un aperitivo aderezado con la exclusiva letanía ritual del cántico numérico del juego que más jugamos los hijos de la patria. Y es que desde el primer sorteo, en diciembre de 1811, las voces infantiles del antiguo orfanato madrileño han llevado la ilusión, la esperanza y también la desilusión o el desengaño a todos los rincones. Esa desilusión que con el sabio y acertado consuelo –este año, sobre todo- de que la mejor lotería es la salud, causan las bolas del bombo.
En días como hoy, el registro de la memoria juvenil descubre mercadillos trashumantes en plazas y calles urbanas, sonorizados con la persistente sinfonía del glugluteo de los pavos en el corredor de la muerte. No son los únicos espacios archivados en el pintoresco paisaje de la retentiva personal prenavideña. En la rememoración de mis primeras décadas de vida no faltaron a esta cita anual las jaulas de madera y tela metálica, prietas de pavos, que exhibían en el mercado dominical Antonio Ramírez y sus hijos, José y Domingo, “Los Rubios”, así como el dinámico y resuelto Esteban Torres.
Algunos de aquellos gallipavos también despertaban la aurora de mi pueblo con su incesante titar, entre frágiles telas alámbricas que a modo de pretil había construido a las puertas de su colmado Miguel Reche Pardo, el emprendedor “Miguel el Cerero”, pionero de todo y maestro de mucho, -como ya he citado en otras ocasiones- quien durante varias décadas surtió de pavones andaluces las lonjas catalanas. Aquellos garullos habitaron las alboradas prenavideñas, compartidas con los bucles de villancicos familiares reproducidos por el microsurco del pick up que había en la tienda –regentada también por su mujer, Ana María Lizarte-, o desde las interpretaciones de la cuadrilla de ánimas de turno que aliñaba musicalmente el festivo periodo navideño.
Un servidor tuvo desde temprana edad sus miajas de reportero y siempre me ha satisfecho entrevistar a personajes, personas y personillas, máxime cuando son figuras o figurones de actualidad. Y como la actualidad de estos días –actualidad triste para él, pero alegre para quienes logren hincarle el diente- nadie puede disputársela al pavo, a ver a un gallipavo me fui una mañana como lade hoy, decidido a hacerle hablar alto y claro, ejercicio difícil, por otra parte. Como desconozco el lenguaje de los pavos, me hice acompañar de un amigo que habla, poco más o menos, como hablan ellos, y les entiende perfectamente, si bien la mayor dificultad la encontré en entender a mi intérprete, pues me di cuenta de que es uno de esos hombres que hablan en borrador y cuesta Dios y ayuda sacar en limpio lo que dicen. Adentrados en una de esas prisiones llena de jaulones, eché una mirada de águila e inmediatamente elegí a un ejemplar corpulento y robusto, de negras plumas, mirada inteligente y moco rojizo y abundante.
Advertí a mi entrevistado que para nada bueno le habían llevado a aquella casa y que el hombre es un animal peligroso. Con la mirada sostenida, el cautivo me espetó: ¡Acabe de una vez! Sé que estoy condenado a muerte y solo de pensarlo se me pone la carne de gallina, al tiempo que encogía el moco de tal modo que viéndolo se me partía de pena el alma. Intenté consolarle y le sugerí que acaso él podía librarse de la matanza que se cernía sobre sus congéneres. Con esta pechuga y estos muslos tan apetitosos cualquiera se libra –me respondió-; no le quepa duda de que hinco el pico y lo único que me preocupa es morir de la mejor manera posible, pues me aterra que hagan muchas herejías con mi cadáver, que me trufen, o me rellenen, me confiten o me asen vivo. ¿Y cómo sabe usted tanto?, pregunté al figura. Porque aquí, donde usted me ve –respondió-, soy un pavo erudito y entre otros libros he leído varios manuales de cocina que aconsejan que hagan con nosotros las mayores atrocidades.
Enternecido por tan curioso y entrañable ejemplar decidí adquirirlo para salvarle la vida, pero cuando fui a abonar el importe al pavero caí en la cuenta de que apenas me llegaba el dinero para una ración o media pechuga. Consciente el animal del doloroso trance en que me vi no dudó en afirmar: “¡Moriré!, pero elevaré mi enérgica protesta, a través de los medios de comunicación, contra la carnicería que siempre se hace con nosotros, los pavos, sobre todo en Navidad, cuando tantos congéneres suyos, eruditos o no, demuestran ser tan pavos o más que nosotros y no les ocurre nada. Y mi buen pavo rompió a llorar a moco tendido.
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