Apoco que reparemos en nuestro entorno no será difícil poner en duda el momento que vivimos y el planeta en que habitamos, sumido en tan nefasta pesadilla. Sin embargo, tal percepción, hace años, nos habría imbuido en alguna de las muchas y variopintas inocentadas que los medios de comunicación, sobre todo la Prensa, publicaba en sus portadas tal día como hoy. Una tradición que paulatinamente ha ido desapareciendo, entre otras razones por la pérdida del sentido del humor de una sociedad que vive muy crispada, porque la abundancia y proliferación de noticias falsas –que no son de épocas recientes- dificultan el hallazgo de una verdadera inocentada en los periódicos –existimos en permanente noticia falsa- y porque desde finales de la década de los años noventa la centenaria costumbre se fue abandonando en nombre de la credibilidad y de una supuesta deontología profesional.
El origen de esta tradición en la cultura cristiana se remonta a la conmemoración, tal día como hoy, de la matanza de los niños menores de dos años que nacieron en Belén ordenada por el rey Herodes con la finalidad de asesinar, entre ellos, a Jesús de Nazaret. Es evidente que semejante pasaje no sugiere broma alguna, por lo que algunos estudiosos situaron en su momento el origen de las chanzas del día de los Inocentes en las artimañas y engaños que arguyeron algunos padres para salvar a sus hijos de la matanza herodiana, si bien los historiadores de más reciente cuño vinculan esta práctica a la tradición pagana de los Saturnales, un espacio de tiempo comprendido entre el pasado día diecisiete del actual y el día dos de enero.
Como quiera que sea, lo cierto es que desde los inicios del pasado siglo XX las cabeceras de los periódicos usaron y abusaron de este día para liberarse del rigor y veracidad que se supone deben tener sus contenidos informativos y brindar a sus lectores un motivo de chanza. Uno de los periódicos pioneros y cultivadores de la tradición de este día ha sido ABC, cuya primera inocentada está fechada en 1905, cuando publicó que se había hundido el viaducto de la calle Segovia, en Madrid, si bien, como era obligado, el diario aclaró la broma en la edición del día siguiente. El hábito inocente del rotativo creado por la familia Luca de Tena le ha dotado de la más rica hemeroteca de inocentadas de la prensa española.
Como bien advertía José María Salaverría en las páginas del diario monárquico, en 1908, no olvidemos que “al salir hoy a la calle, todo español despabilado llevará una fuerte preocupación entre una ceja y otra. Hoy es el día de los Santos Inocentes…¡Por Dios que no nos engañen!”. Sin embargo, esta advertencia no siempre nos ha librado de alguna broma o farsa un 28 de diciembre. A buen seguro que todos saben, han vivido o conocen numerosos casos. En lo más cercano, me recuerdan la inocentada propiciada por mi buen y desaparecido amigo Juan Galera, que una mañana “regaló” al estanquero de mi pueblo, Pepe Sánchez, una soberbia inocentada cuando, tras consumir un café en su establecimiento de San Antonio, le dejó caer que había fallecido otro buen vecino, Pedro Sánchez, “El Rosito”.
El estanquero se dirigió inmediatamente hacia la casa del supuesto finado, cuando antes de llegar se lo encontró de frente. La reacción de ambos es fácilmente imaginable. En la madrugada de una velada de fiesta mi entrañable amigo y maestro, Francisco López Sola, “Paco el Municipal”, despertó a su vecino Ramón Gallego, que regentaba un bar, para que abriera el local y poder concluir la “espuela” de la noche. Sabedor de que el tabernero no abriría si no era por fuerza mayor, se le ocurrió informarle de otro supuesto fallecimiento, el del convecino Pedro Sánchez, quien dormía plácidamente en un domicilio contiguo.
El paciente Ramón aguantó la inocentada y atendió con toda generosidad a los inoportunos parroquianos. Pero el colmo de las inocentadas, aunque estival porque acaeció en pleno mes de agosto de la década de los sesenta, ha quedado en los anales de la intrahistoria del diario Ideal, de Granada. La burla fue protagonizada por el periodista Luis de Vicente cuando en ausencia del director comprobó que en la Redacción se hallaba solo otro compañero, Ramón Antiñolo. Tras hacerse con un boletín del Arzobispado, llamó por teléfono a la Redacción. Respondió Antiñolo a quien dijo ser Rafael García y García de Castro, arzobispo entonces, y le hizo saber que llamaba para facilitarle una información del Arzobispado.
El inocente del redactor se apresuró a introducirse en la cabina destinada a recoger y transcribir las noticias, cuya temperatura se aproximaba a los cuarenta grados. Tras colocarse los cascos, se puso manos en la máquina a escribir la información que presuntamente comunicaba su Eminencia. Antiñolo preguntaba si restaba mucho texto, al tiempo que su ropa se empapaba de sudor. Al punto de la extenuación, tras hora y media de escritura, el “arzobispo” anunció a su interlocutor que había llegado el final y le agradeció su atención y generosidad, a lo que el sufrido “plumilla” le restó importancia. “Una bendición, hijo” exclamó el prelado. Ramón, todo sumiso, le contestó: Eminencia, beso su anillo pastoral. “¿No sería mejor que me besaras la po...?”, inquirió el purpurado. “¿Cómo dice?...¿Cómo dice..” Ambos compañeros nunca llegaron a coincidir después en la Redacción.
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