Del lado de acá del Ebro llueven las críticas contra Salvador Illa, y contra su jefe político, claro está, por haber dado el salto a la política catalana, que seguramente nunca abandonó, dejando (más o menos) el Ministerio de Sanidad en pleno proceso de -lenta_vacunación de la población y con los rebrotes más furibundos desde que comenzó la pandemia.
Luego se le ha criticado también por no haberse ido ‘del todo’ del Ministerio, permaneciendo en él ‘hasta que comience la campaña’, en una especie de pluriempleo que más conviene, parece, a su condición de candidato a la Generalitat que al combate contra el virus. Y no faltan quienes, entre ellos el que suscribe, se indignen con Illa porque, el día anterior al anuncio de su candidatura en las elecciones catalanas, aseguró en TVE que el candidato seguiría siendo Miquel Iceta.
Sí, Illa se encuadra perfectamente en el ala mendaz de un Gobierno que, con su presidente a la cabeza, no se caracteriza precisamente por una atroz fidelidad a la veracidad, por decirlo de un modo elegante. Y las conveniencias de la política, sobre todo cuando se trata de conveniencias electoralistas, jamás justifican mentir a la opinión pública, es decir, a la ciudadanía.
Igualmente triste me parece que esos intereses partidistas impulsen un relevo (o no, porque ahí sigue el ministro, impertérrito ante las voces que reclaman su salida del Gobierno, aguardando tal vez a que se consolide una fecha electoral antes de saltar de la poltrona) de alguien que estaba, en esos momentos, desempeñando un papel presuntamente clave: nada menos que coordinar territorialmente el proceso autonómico de inmunización de la población y dirigir la ofensiva contra el Covid que nos devasta.
Es triste, sí, pero no injustificable. Porque, una vez dicho todo lo anterior, pienso que los ataques han de matizarse: ni Illa ha ejercido peor su función como ministro de Sanidad que otros de sus colegas europeos -y esto no es un elogio, claro está- ni su pase al combate catalán, que va a ser de aúpa, puede considerarse un error político: justificadamente o no, las encuestas dicen que su aceptación por el electorado socialista e incluso constitucionalista es superior a la cosechada por Iceta, y que, si ahora se celebrasen las elecciones catalanas -que no está claro que lo hagan el 14 de septiembre, con estos rebrotes de contagios-, los socialistas estarían igualados con Esquerra y Junts, por encima de los Comunes. Es decir, que un PSC fuerte podría tener la pretensión, si no de presidir la Generalitat, sí de estar con peso relevante en un próximo Govern catalán, impidiendo así que este tuviera una composición exclusivamente independentista.
Contra lo que dicen quienes saben poco o quieren saber menos, el PSC de ninguna manera es una formación independentista, ni nadie podría acusar a Illa de albergar tales veleidades. La relativamente alta valoración del candidato-ministro en los sondeos puede basarse en su apariencia serena a la hora de afrontar un reto que nadie pensaba que iba a caerle encima cuando fue nombrado, sin duda con otros propósitos, ministro. Da bien ante las cámaras su rostro triste y siempre serio.
El se ha aprovechado de ello, y de su constante presencia en las televisiones: unas veces, como en la rueda de prensa de este viernes, para anunciar malas noticias inevitables con una mirada de sinceridad paternal tras sus gruesas gafas; y otras para dar presuntas buenas nuevas, casi apropiándose de cosas como la llegada de vacunas, para afianzar su carrera a las urnas. Desde un punto de vista de candidato a unas elecciones, ha jugado bien sus bazas.
Otra cosa es, claro, la valoración personal que el oportunismo político nos merezca. Pero temo que no queda otro remedio que apoyar a Illa. Ni el Partido Popular con su aceptable pero no muy valorado candidato, ni Ciudadanos con sus sorprendentes nombramientos, como el de mi compañera Anna Grau, ambos compitiendo por quitarse activos el uno al otro, parece que pueden aspirar a resultados lo suficientemente brillantes en las elecciones; solamente el PSC parece una opción lo bastante sólida entre los constitucionalistas.
Por eso, temo que haya que decir que Illa es una hipótesis apreciable para evitar unas elecciones meramente plebiscitarias ‘independencia sí-independencia no’. La suya, con todo el ‘maniobrerismo’ que indudablemente supone, es una operación que podría ser, si todo sale como quisiéramos, de Estado.
Y confío en que el hoy increíblemente aún ministro pueda jugar un papel acorde a las expectativas que en él depositamos quienes tememos por la unidad del país mucho más de lo que confiamos en la probidad de nuestros políticos.
Cosa diferente es, desde luego, que su relevo en el Ministerio de Sanidad podría haberse planificado con más tiento, interés por la ciudadanía y transparencia. Pero esas son cualidades que ya ni están ni se las espera. En fin: vete, Illa, que te perdonamos. O no, pero eso ahora ya casi no importa.
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