El infortunio de la actual situación del mundo a consecuencia de la pandemia que lo azota, como ocurriera en los meses precedentes, tiene a gran parte de la ciudadanía muy atenta a las malas nuevas –buenas hay muy pocas- que a diario vomitan todos los medios de comunicación. En los últimos tiempos, esa extraordinaria atención nos permite leer, ver y oír un auténtico serial de dislates y disparates que se suceden, sin solución de continuidad, en los titulares de la actualidad que, en ocasiones, inciden en el ánimo colectivo. Más allá de los contenidos informativos de los últimos días, nuestra existencia asiste perpleja a la impresentable ceremonia de la confusión que se crea en todos los ámbitos de la vida, desde el estado de la salud y el abordaje de la enfermedad pandémica - con tropecientas mil gráficas, estadísticas y datos que la media de humanos no comprende- a los inacabables rifirrafes de quienes parecen padrastros de la patria. No estaría de más que frenáramos cada jornada el vertiginoso devenir que nos atrapa y reflexionáramos racionalmente acerca de la mensajería que nos llega.
No tardaría en alumbrarnos la luz del sentido común la inmensa oscuridad que se cierne sobre un mar de estupideces que, a diario, nos inunda por doquier; nos percataríamos de la banalidad de los mensajes que recibimos desde algunas instituciones, desde las organizaciones de toda índole y, por supuesto, desde las plataformas que sirven a estos agentes, es decir, desde los medios de comunicación, a los que nosotros, los periodistas, servimos según nuestro leal saber y entender.
No estaría de más echarnos a la calle y preguntar a nuestros conciudadanos su opinión acerca de las barbaridades, las idioteces, las sinrazones y los despropósitos que a lo largo del día reciben por tan amplia oferta mediática, y no precisamente por culpa del mensajero. En determinados momentos y situaciones, a uno se le antoja que a lo mejor es que - como rumorean en mi pueblo cuando febrero se despendola en su particular enajenación meteorológica- los fantasmas se desatan y deambulan a su libre albedrío, o que tal vez estas épocas son proclives a discursos vacuos ante la descomunal palabrería que ocupa –que no preocupa- a la clase pública, a juzgar por el permanente desencuentro en el que habita. Caso de que el nebuloso panorama que nos atañe sea consecuencia del resurgimiento de los fantasmas, quien suscribe no puede evitar la remembranza de aquellos “pantasmas” del niño que fui, sobre todo del que grabó en mi memoria su paso ligero por la calle de atrás –Huertos- de la casa natal. Pese a la severa advertencia materna para evitar el menor susto o trauma ante los insistentes rumores de la salida, por aquellos tiempos, del respetado espectro, la tentación de la curiosidad pesó más que la conseja. Avanzada la noche de un lejano febrero, antes del broche del día, una irresistible curiosidad por conocer y saber cómo era tan temida aparición estampó mis aviesos ojos en el traslucido cristal del ventanal con prohibido horario nocturno. La suerte acompañó; apenas habían transcurrido unos minutos cuando a escasa distancia de los postigos nos sorprendió la sombra de una suerte de espigado capirucho blanco que a descompasado paso se perdió, calle abajo, entre la penumbra de la única lámpara callejera que supuestamente alumbraba el tramo de la recóndita vía pública. Transcurrida una treintena de calendarios alguien puso en evidencia la fragilidad del capirucho del fantasma –una escoba sobre la cabeza, cubierta con un par de sábanas –, así como el móvil del garbeo fantasmagórico: la preservación de la identidad del supuesto espectro que con asiduidad acudía a la clandestina cita amorosa con una vecina de cortesana fama. En definitiva, una infidelidad, un engaño tan al uso en la vida pública.
A propósito de la prodigalidad fantasmagórica que nos asiste, me cuentan que, semanas atrás, cuando un responsable público pretendió interesarse, in situ, por el estado de los internos de un centro geriátrico de la provincia, una de las usuarias, casi nonagenaria, le respondió con un cuento. Según el relato, una joven soñó que caminaba por un extraño sendero de un bosque que ascendía por una colina hasta un hermoso palacio de gran riqueza ornamental. La muchacha no pudo resistir la curiosidad. Llamó a la puerta que abrió un anciano de nívea barba. La joven despertó en el momento en que comenzó a hablar con el inquilino. El mismo sueño se repitió varias noches consecutivas. Semanas más tarde, cuando la chica viajaba en su coche tropezó con la senda de su ensoñación. Detuvo el vehículo y, presa de una gran excitación, se encaminó por dicha vereda hasta llegar al palacio, cuyos detalles menores recordaba con precisión. Como en el sueño, llamó a la puerta y abrió el mismo anciano. La joven preguntó que si se vendía la mansión. El residente respondió que sí, pero que no se la recomendaba porque un fantasma frecuentaba el palacio. ¡Un fantasma!, exclamó la mujer, para inquirir a continuación: ¿Y quién es?. Usted –dijo el anciano-, y cerró suavemente el portón. Como la joven del cuento, algunos de nuestros representantes viven su propio sueño, el de los fantasmas. La ensoñación de quienes solo piensan en sus exclusivos intereses.
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