Lo ocurrido tras el encarcelamiento de Pablo Hasél en cumplimiento de una sentencia dictada con todas las garanticas jurídicas, es una prueba incontrovertida del nivel de destrozo sociopolítico que atravesamos desde hace años. Que la condena escrupulosamente legal de un aprendiz de falso revolucionario autoinvestido de músico sea capaz de lograr el apoyo de uno de los partidos que integran el gobierno de coalición, la complicidad activa del gobierno de la Generalitat y de acaparar decenas de horas de televisión, centenares de minutos de radio y miles pantallas digitales y páginas de periódico avala la convicción de que somos un país desorientado y en decadencia.
Que un tipo cuyo nivel no va más allá de amenazar a un testigo, agredir a un periodista, enaltecer al terrorismo, desear la muerte de otras personas mediante el tiro en la nuca o exhibir un machismo repugnante, por citar solo algunos de los delitos con que cuenta en su curriculum creativo este tenor antisistema, que un cretino de esta calaña, digo, sea capaz de acaparar la atención política y mediática de todo un país durante más de una semana en la que miles de personas han muerto y decenas de miles han sido contagiadas por el virus más letal de los últimos cien años, solo puede producir desasosiego.
Después de más de cuarenta años defendiendo la Libertad de Expresión, desde la clandestinidad en el franquismo tardío y desde su ejercicio en la Democracia recuperada, apelar a su consideración como un derecho fundamental me resulta innecesario, por obvio. Un derecho troncal, que, como todos los derechos, tiene sus límites, no es absoluto. Unos límites establecidos en el Código Penal, cuando tipifica los delitos de injurias, calumnias, enaltecimiento del terrorismo y odio, y en el ámbito del derecho civil también con la protección del honor y a la intimidad personal, entre otros.
Por eso no deja de sorprender el carácter de urgencia que el gobierno en general y Podemos en particular quieren imprimir a la modificación de este derecho en el ordenamiento jurídico. La actualización de los tipos delictivos es necesaria- imponer pena de cárcel por un delito de opinión resulta desproporciado; criticar a la Corona, por ejemplo, nunca debería ser considerado punible; igual que no es razonable protegerla con un estatus privilegiado-, pero esta adecuación a la realidad debe hacerse desde la ponderación y el sosiego, nunca de forma apresurada.
La situación procesal de un condenado nunca puede ser considerada como desencadenante de inmediatos cambios legislativos. Si así fuera correríamos el riesgo cierto de convertir la legislación, cualquier legislación, en una montaña rusa de emociones personales y sectarismos ideológicos.
Un sectarismo político que está detrás del movimiento de apoyo al rapero Hasél. ¿Por qué? Sencillamente porque quienes apoyan, no la “Libertad de Expresión”, sino “su” libertad de expresión y “su” llamada constante a la agresión, son los mismos que se aponen a que los de la trinchera contraria proclamen sus ladridos. El totalitarismo une a los dos extremos y quien se sitúa en cualquiera de ellos no tiene ninguna autoridad, esté en el gobierno o en la oposición, para dar lecciones de nada. ¿Con qué autoridad invoca Iglesias la libertad de agresión verbal de Hasél cuando luego trata de impedirla a quienes le agreden verbalmente desde el entorno de su vivienda? O, en sentido contrario, ¿cómo puede Abascal clamar al cielo por los insultos a la Corona y, un minuto después, alentar los insultos a la puerta de su enemigo político?
La historia ha demostrado que lo que mata no son las balas, sino las voces- ¡apunten, disparen, fuego! -que ordenan su disparo. El odio enloquecido que hemos visto estas noches en las calles de Barcelona, Madrid, Valencia o Granada está aventado por quienes lo justifican desde la complicidad con mensajes exculpatorios o inequívocamente alentadores, como hizo el apostol Echenique cuando, en su delirio de asalto al cielo burgués, escribió un tweet de apoyo a los corintios antifascistas mientras agredían a la policía, incendiaban las calles y saqueaban comercios. En un ejemplo más de exquisita lucidez, el portavoz de Podemos vio a antifascistas en lo que no es más que una turba de adolescentes a los que el rapsoda encarcelado les traía sin cuidado, pero a los que sí les divierte sembrar el caos, agredir a la policía, robar ropa de marca, romper escaparates, incendiar contenedores, asaltar sedes de medios de comunicación y destrozar cajeros automáticos.
Vaya tropa. Los unos y los otros.
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