Ni la temprana ambición ni la no menos incipiente vanidad son señas identitarias exclusivas de los yuppies, de los brokers o de la mayoría de nuestros abnegados integrantes de la clase política, a la que con su aguda y fina ironía Carlos Cano dedicó su “Metamorfosis”: “…Tiempo de los enanos, de los liliputienses, de títeres, macacos, horteras y parientes, de la metamorfosis y la mediocridad, que de birlibirloque te saca una autoridad”. La ambición y la vanidad son condiciones consustanciales a la propia naturaleza del ser humano, que en sus numerosas actividades y quehaceres libra a diario una titánica lucha porque su cuidada fotografía aparezca en cualquier publicación , que su imagen acapare los informativos de la televisión o que su voz vuele por todos los diales radiofónicos, e incluso que su nombre presida banquetes y cocteles. Y estos anhelos, legítimos por otra parte, pululan cual hoja otoñal viajera del viento.
Así, en cuanto un jovenzuelo hilvana un romance en eo, sin color, sabor ni olor, o un muchacho compone una copla, de esas que vienen a demostrar que no hay nada más fácil en el mundo que escribir mal para el pentagrama, puesto que es algo al alcance de cualquier hijo de vecino; o una administrativa de andar por casa se entrega a los pasos y contorsiones de cualquier danza, ya sea el tango, la polka o el reguetón, o una refinada muchachita desliza sus púberes dedos por el teclado del piano de sus antepasados como pudiera acariciar una pandereta, o bien canta como una gata cuando le pisan la cola, enseguida se creen con todo el derecho del mundo a protagonizar la actualidad informativa y ser sujeto de entrevistas, reportajes o –en menor medida- críticas de los diferentes medios de comunicación, como mínimo de ámbito local. Bien es verdad que dichos aspirantes a toda clase de glorias, a sentirse personajes famosos, en protagonistas del papel cuché, no son los únicos responsables de esa ansiedad casi enfermiza por pasear su triunfo en la cara.
A nadie se le debe escapar que habitamos en una sociedad excesivamente competitiva, en un entorno social y familiar donde la siembra de la competición y la inoculación de valores prometedores sustentados en objetivos como subirse a las barbas, rivalizar, pisar los talones y, en definitiva, alzarse con el título de primus inter pares, ha sido una constante en la educación desde la más temprana edad, cuyos principales actores son los progenitores. En ocasiones, los resultados de tan respetable pedagogía pueden ser contraproducentes y abocar al fracaso y a la frustración de sus receptores, con nefastas consecuencias para sus personalidades que, a veces, son afectadas por graves trastornos, incluido el narcisismo o el efecto Dunning-Kruger - la relación entre estupidez y vanidad- según el cual las personas con escaso índice intelectual y cultural tienden a pensar que saben más de lo que saben; son individuos incompetentes que sobrestiman sus propias habilidades. El mundo de las artes, entre otros ámbitos, está plagado de esta casuística.
Quienes tienen a su cargo los diferentes medios de comunicación bien saben que no pasa un solo día sin que se reciba en sus respectivas redacciones un elevado número de borradores de obras literarias y dramáticas de bisoños autores, composiciones musicales, grabaciones con la más diversa temática, entre las que no faltan las de cuentacuentos, imitadores, cetreros, cazafantasmas, fileros, probadores de camas de lujo, afiladores de lápices, testadores de olores, ondeadores de banderas, paseadores de patos, limpiadores de chicles, guardas de islas desiertas, ordeñadores de camellas, etcétera.
Los artistas, literatos, y variopintos profesionales incipientes creen de buena fe que el gran público retiene cuidadosamente en su imaginación el gesto o los rasgos más sobresalientes de su fisonomía para reconocerlos en la calle si han salido en la tele o en cualquier otro medio de comunicación.. Aunque hay quienes son más ponderados y se autoimponen un cierto periodo de entrenamiento y experiencia para “salir a escena”, otros, en cuanto estrenan un entremés o canturrean una balada ya se creen primeras figuras del espectáculo. Son los insignificantes que lo fían todo a la publicación de su retrato, a unos minutos de pantalla o a un coctel de reconocimiento, y esta obsesión se ha generalizado en todos los escenarios.
Los que al comenzar su actividad o su carrera reclaman publicidad a bombo y platillo son los mismos que para su posteridad encargan a sus familiares que no admitan condolencias ni flores. Son hijos de la vanidad engañosa. Quieren vivir engañados desde el principio hasta el fin… pero son dichosos.
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