Nunca sabré si fue el destino o el azar. Ella no tuvo la oportunidad de elegir su compañía ni su hogar. Fue su madre, un hermoso ejemplar de tupido pelambre blanco la que el último día de su vida me confió a tan entrañable ser, cuando la dejó huérfana y sola, después de que una soleada mañana de otoño un par de paladas de tierra ocre sepultaran la bella figura de la progenitora, cuyos restos permanecen en mi huerto, pocos años después, junto a un longevo caqui, aún en producción, al que debió regalar su descompuesta materia orgánica. Era mansa, sosegada y dócil, pero debía estimar en alto grado su independencia y libertad, pues su roma cola, siempre enhiesta, concluida a modo de periscopio de un submarino por una deformación genética de su columna vertebral, delataba su pausado caminar solitario entre el frondoso y crecido hierbazal de todas las primaveras. Para mí que se fue algo prematura y sin enfermedad manifiesta, ya que su dormida estampa de blanca mancha encaló por sorpresa la tupida alfombra sepia de las hojas muertas de noviembre.
Blanquita es como una gota en el agua de su madre. Casi albina, algo tímida, tal vez menos corpulenta, pero su rabo es periscópico como el de su progenitora y su comportamiento hace honor a su genética materna. Blanquita goza de un extraordinario desarrollo de sus sentidos, a lo mejor porque desde su nacimiento ha estado privada de la lengua felina. Nunca ha podido llorar como cualquier otro congénere, pues el maullido jamás habitó en su garganta, órgano que nunca pudo pedir nada ni mostrar enojo. Su mudez me hizo errar su atención en algunas ocasiones, sobre todo en su infancia y adolescencia. Sin embargo, su juventud la ha colmado de mocedad y pretendientes, de tal suerte que su vientre parece ahora una pelota de nieve donde esperan y desesperan no sé cuántos vástagos. La parturienta no precisa de nanas para dormir gatos, pues en buena correspondencia a su especie duerme en pleno sosiego sus dieciocho horas diarias.
A la hora del telediario de la primera, durante del pasado fin de semana, Blanquita despertó de su enésima siesta, justo cuando el informativo daba cuenta de la protesta callejera por el supuesto maltrato y extrema crueldad a la que son sometidos diferentes animales con los que experimenta el madrileño laboratorio de investigación toxicológica Vivotecnia, tras la difusión de un impactante video por parte de la organización Cruelty Free Internacional, en el que entre risas e insultos constantes de los empleados, se pueden ver conejos muriendo, perros sufriendo, cerdos y monos gritando ante la clara hostilidad que encuentra en dicho centro.
Recordé en ese instante que, según las estadísticas oficiales más recientes, nuestro país era, hace unos años, el cuarto con el mayor uso de animales para experimentación de la Unión Europea. Y recordé también –como en otras ocasiones- la carta de mi tío abuelo Segundo Reche, dirigida a su tía Isabel, fechada en seis de diciembre de 1914 en Almería: “Mi querida Chacha: Ésta es para mandarte un perro galgo que me ha regalado un amigo. Te lo entregará el dador de ésta, Cachipuche o Curro. Te lo mando a ti porque ya sabes que mi madre no quiere más perros, y si se lo llevan sin estar yo lo coge y lo regala; así es que tenlo tú hasta el viernes, que tendré el gusto de abrazaros.
Que no se entere mi mamá que te lo he mandado, pues cuando yo vaya todo se arreglará. Que lo tengas cuidado y le pones una soga para que esté más largo y lo sueltas todos los días un ratito, pero que estés tú delante no se vaya a perder. Lo sueltas en el huerto para que haga sus necesidades, pues es muy curioso y atado no las hace (¡no te encargo nada con el perro, pues me dan quince duros y no lo vendo!). Se llama Castigo, así que cuidado con el perrito, pues dicen es de lo mejor. ¿Verdad que es muy mono?...!No te digo nada con el perro, que es mi ojo derecho ¡..”.Sé que Castigo, el ojo derecho de mi tío abuelo, vivió feliz muchos años hasta que murió de viejo, como creo que vive Blanquita y también espero que pueda morir de igual causa que el can de mi antepasado. Ellos, Blanquita y Castigo han tenido mejor suerte que las cobayas de Vivotecnia, aunque hoy en día las diferentes e incompetentes administraciones y la ambiciosa y arrolladora industria farmacéutica nos han hecho cobayas a todos los humanos. Al menos, nos queda el consuelo de que Blanquita y Castigo no han sufrido castigo alguno.
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