Aquella tarde don Luis diluyó las pastillas prensadas de tinta pelikan en el recipiente lleno de agua. Tras remover la mezcla durante unos minutos el maestro instó a su alumno Tista a que procediera al llenado de los tinteros de los pupitres, cuyos fondos habían quedado prácticamente secos. Presto y con disciplina, el escolar procedió al colmado de los depósitos incrustados en la madera, en cuya ejecución, como otras muchas veces, la tinta rebasó los recipientes e irremediablemente se esparció sobre los tableros de madera, cuya piel quedó teñida para siempre.
Concluido el encargo, el niño empuñó el trapo de borrar tiza y, como todos los días, dejó limpia la pizarra, dispuesta para acoger la grafía y símbolos de la clase. Tista tenía encomendadas ambas funciones, en parte, por su inquieta actitud en el aula, y tal responsabilidad le proporcionaba una suerte de relevancia entre el resto de sus compañeros. Prestos los tinteros, los plumines quedaban dispuestos para su utilización por los escolares, quienes en algunos casos dejaban huella de su falta de destreza en la escritura con tan tradicionales instrumentos, por lo que los cuadernos se parecían más a una improvisada obra de Tapies que a unas limpias libretas de clase. Aquellas aulas de la década de los cincuenta y sesenta albergaron los escenarios de importantes e inolvidables sesiones lectivas, como la que protagonizó un buen día un comercial de “profiden”. Don Luis anunció una ilustre visita que iba a mostrar algo importante para el alumnado.
Al instante se plantó en el aula un señor muy apuesto y bien acicalado, quien extrajo de su cartera algunos cepillos dentales cuyo manejo y utilidad enseñó a la ingenua grey de colegiales, a quienes obsequió con una muestra de pasta dentífrica, tras instruirles sobre la necesidad de mantener una buena higiene dental. Tista, como la mayoría de sus compañeros, descubrió por vez primera el cepillo de dientes y, claro, fue una de las memorables jornadas, como la que todos los años transformaba un rincón del patio de la escuela en un plató fotográfico con pupitre, encerado, globo terráqueo y mapa carpetovetónico incluidos. Aquellos académicos decorados inmortalizaron nuestra infante existencia, que ahora contemplamos con sorpresa e incredulidad.
Al tiempo que recojo las impresiones personales del periodo escolar de mi amigo zamorano, el azar me lleva a descubrir con asombro entre un laberinto de papel el “Cuaderno de los niños” utilizado por mis compañeros de aquella escuela de mi pueblo de mediados de los sesenta, atendida por mi progenitor, donde mascábamos la tiza y nos impregnaba la tinta, donde alimentábamos los recreos con leche en polvo y queso de la “ayuda” americana, y en la que se formaron tantas generaciones de paisanos, con aciertos y errores, con mejor o menor resultado, pero nunca dejó de ser un referente educativo para las nutridas promociones de escolares de la postguerra y del tardofranquismo que por allí pasaron. Entre las sepias páginas del añejo cuaderno “Ancla” se deslizan los dictados, las redacciones, los copiados e ilustraciones que de la más variada temática dejamos impresos la treintena de alumnos de aquella clase que nos reveló una suerte de google, la Enciclopedia Álvarez en sus diferentes grados, un santo y seña pedagógico hecho a la medida de aquellos tiempos que atesoraba un amplio abanico de todo tipo de disciplinas, englobadas en ciencias y humanidades, sin olvidar, por supuesto, la obligatoria dosis de formación sobre el régimen imperante y la inmoral moral al uso.
En aquellos textos hilvanados con no poco esfuerzo y sus correspondientes dibujos quedó archivada la candidez de nuestra niñez. La misma que vislumbré, hace una década, en los pupitres de doble asiento de madera y tarima de listones, en la pizarra y mapas físico y geográfico de la España de una escuela de ficción que paseó por Andalucía la Consejería de Educación.
Los avatares de la vida migraron a Tista a tierras del Sur, donde conoció otros maestros y otras aulas que marcaron su futuro. Años después, mi amigo retornó a su pueblo sanabrés y encontró un centro social en el inmueble de la escuela, cuyo mobiliario había desaparecido porque había sido arrumbado, tiempo atrás, en un almacén junto al cementerio. Cuando visitaba a un familiar Tista quedó gratamente sorprendido ante el descubrimiento de uno de aquellos viejos pupitres teñidos por la tinta derramada. Todos los escritorios habían sido rescatados por los vecinos para restaurarlos y conservarlos en un lugar preferente de sus respectivas viviendas, donde hoy son testigos de una escuela que nadie debe olvidar ni utilizar con pretensiones políticas, más bien debiera ser objeto de reconocimiento en toda la geografía patria, junto a quienes fueron sus dignos responsables: los maestros, cuyas enseñanzas habitan en cuanto hoy somos. Y porque para muchos niños de entonces, pese a todos los peros, aquellos fueron los pupitres de nuestra niñez, los pupitres de la escuela feliz.
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