48 horas antes de que comenzara oficialmente la campaña de las primarias del PSOE en Andalucía, un militante compartía entre los integrantes de un amplio grupo de Whatsapp una captura en la que las fotos en primer plano de Felipe González, Alfonso Guerra, García Page, Javier Lambán, Susana Díaz, Fernández Vara y Rodriguez Ibarra enmarcaban un titular en el que se lee “Los FASCISTAS infiltrados en el PSOE”, escribiendo fascistas en mayúsculas para hacer más sólida la acusación; como si hiciera falta.
Que el PSOE es un partido cesarista en el que no existe prácticamente debate interno (tampoco lo hay en los demás, que no nos engañen), ya lo sabíamos; que su estructura interna está compuesta de tribus enfrentadas o dispuestas a enfrentarse por un quítame allá ese cargo, nadie lo desconocía; que el proyecto de país que tiene un militante catalán es distinto y, a veces, distante del que tiene un andaluz, es una realidad constatada cada día a la vuelta de cualquier esquina programática. Todas esas realidades no aportan ninguna novedad; ni por ser propiedad exclusiva de los socialistas (la mediocridad es un mal compartido por todos los partidos), ni por llevar instaladas en ellos sólo desde antesdeayer. Es una mala deriva con algunos trienios ya en su hoja de ruta.
Lo que nadie esperaba es que el delirio alcanzara tan estúpidas cotas de desvarío. El territorio tribal de la política se ha convertido en un escenario en el que ya cabe todo. Lo que no era esperable es que, militantes socialistas que no han sido capaces de gestionar una comunidad de vecinos, llegaran a superar la zafiedad de aquel eslogan del anguitismo falangista cuando proclamaba que “PSOE y PP la misma mierda es”, expulsando más allá del territorio fronterizo con el neofranquismo de VOX a quienes, hasta la llegada de Pedro Sánchez, eran sus santos laicos. Es lo que tiene la fe del converso marxista (de Groucho): tengo estas convicciones, pero si el nuevo líder dice que hay que cambiar, ahí están los primeros, armados de estulticia y docilidad bovina, para cambiarlos.
La realidad a veces acaba superando la ficción y ahora resulta que Felipe González y Alfonso Guerra, o cualquiera de los que aparecen en ese marco difundido en redes sociales con cretinismo incomparable, son unos fascistas infiltrados en el partido para destruirlo. La imbecilidad es tan grande que no merece más que el compasivo desprecio del “perdónales, Señor, porque son tan estúpidos que no saben ni lo que dicen”.
Lo preocupante, no para el PSOE, sino para la democracia, es que muchos de los que, desde la simple afiliación o desde los cuadros de dirección, demuestran, con este y otro tipo de actitudes de tono similar, que los socialistas han entrado en un laberinto de salida casi imposible.
Nadie, solo sus más fervientes penitentes, podía defender la opción de Susana Díaz. La derrota es implacable y la pérdida del gobierno andaluz después de treinta y siete años (¡más que Franco!) hizo caer todo el paso de palio con que hasta entonces la habían procesionado. El proyecto de la expresidenta era imposible. Nadie puede hacer promesas creíbles si alcanza el poder en el futuro cuando no las hizo realidad cuando lo detentaba en el pasado.
Los militantes tuvieron en cuenta esa realidad y optaron, diligentemente orientados desde el palacio del César en Moncloa, por el candidato oficial. Los votos dieron una mayoría cómoda a Juan Espadas y, como se sentenciaba en el antiguo imperio, “Roma locuta, causa finita”.
Lo que no termina, sino que empieza ahora, es la larga travesía por el desierto andaluz que espera a Juan Espadas. No va a ser fácil. Intramuros del PSOE porque tendrá que eliminar el espíritu guerracivilista en el que los socialistas andaluces llevan instalados desde que Griñán se creyó dios y despreció a Chaves y a sus fieles apóstoles Zarrías y Pizarro. Extramuros, porque los idus demoscópicos no les son nada favorables y el viento sopla a favor de un PP que puede acercarse a una mayoría holgada.
El ya candidato socialista no lo va a tener fácil. Que nadie se equivoque: las proclamas de unidad son solo fuego de artificio, literatura de ocasión.
Espadas merece la luna de miel que se concede a quien sale victorioso de la batalla. La hiel de los malos momentos llegará después; ya lo pronosticó Alfonso Guerra, fuera del poder hace mucho frío. Claro que, para algunos que brindaban por el triunfo de Sánchez (perdón, de Espadas), Alfonso Guerra es un fascista infiltrado. Como Felipe y todos los demás. Políticos y gestores hijos de un dios menor si los comparamos con la trayectoria de gestión y el inalcanzable nivel intelectual de Adriana Lastra.
Cuando acabe la pandemia los laboratorios podrían dedicar parte de su investigación a encontrar una vacuna contra tanta estulticia. Quizá, entonces, algunos se acabarían dando cuenta que los fascistas son ellos.
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