Antes de comenzar la lectura de esta Carta, deténgase unos segundos en mirar los rostros llenos de vida que la encabezan.
María y Patxi se levantaron la mañana del lunes seis de julio con el recuerdo de otras vísperas de San Fermín vividas en las calles del casco viejo. La suspensión de las fiestas pamplonesas por la pandemia propició que este julio otra vez tan extraño sin chupinazo viajaran hacia el sur. Ella no había tenido vacaciones el verano pasado por ocupar la dirección de Complejo Hospitalario de Navarra porque, como recuerdan sus compañeros en el Diario de Navarra, “había que dejarse la piel” frente al espanto del Covid y ya habría tiempo para el descanso, y, a él, las “no fiestas” le había facilitado la aprobación de las vacaciones- era agente de la policía Foral- en las semanas que su “rubia” (así llamaba Patxi a María ante todos) las tenía concedidas.
La noche anterior a su último amanecer habían planeado llegar a media mañana a la playa de San José con sus hijos, Sancho, de 15 años, tercero de la ESO aprobada y jugador del Multivera, y Iñigo, de 12 años, sexto de Primaria y que había optado por el Waterpolo Navarra frente al futbol. Dos chicos estupendos, unos padres enamorados, una familia feliz. …
Una familia feliz hasta que un irresponsable obnubilado de droga se cruzó en su camino hacia el mar en una carretera secundaria de Almería. En un instante, en la brevedad estremecedora de un segundo, los cuarenta y seis años de Patxi, los cuarenta y cinco de María, los quince de Sancho y los 12 de Iñigo se vieron rotos y para siempre. Los de Patxi y María por la crueldad irremediable de la muerte. Los de Iñigo y Sancho por la herida permanente de la ausencia de tantos besos y tantos abrazos que ya nunca llegarán.
Leire había salido en el atardecer del martes siete de julio agarrada a la mano amorosa de Rocío, su madre, para, como otras tardes, pasear a sus dos perros. Acababan de salir de casa en El Parador de Roquetas y se disponían a cruzar el paso de peatones que hay al lado. Comenzaron a recorrerlo con la tranquilidad de otras tardes. Al verlas, un coche aminoró la marcha y se detuvo para que cruzaran, solo había que esperar unos segundos. Pero en la temeridad alcohólica no hay espacio para la espera. Otro conductor que venía detrás, excitado de imprudencia y alcohol, giró el volante hacia la izquierda, se situó en el carril de adelantamiento y pisó el acelerador para adelantar al coche que estaba detenido. Alcanzó su estúpido objetivo. Lo que nunca podrá perdonarse es que su temeridad arrancara de las manos de su madre a la pequeña Leire con un golpe tan violento que provocó que en aquel atardecer la muerte llegara cuando la vida apenas si había empezado a andar.
He descrito las dos escenas dramáticas de los accidentes ocurridos en la provincia por tres razones. La primera --y principal-, porque el padre y la madre de Leire pidieron el viernes que cuando se hable o se escriba de la tragedia ocurrida en El Parador de Roquetas no se hable de la “niña atropellada en El Parador”, sino de Leire. ¡Cuánta razón en medio de cuánto dolor! Porque, detrás de la frialdad monótona de las informaciones de urgencia, de la rutinaria letanía de los números, hay, siempre y sin remedio, un paisaje vital devastado por el horror y el dolor de una tragedia interminable y sin medida. María, Patxi y Leire traspasaron en la brevedad cruel de un suspiro inesperado el umbral de un viaje eterno y sin retorno. Sancho, Iñigo, Rocío y David, sus hijos del norte, sus padres del sur, son las víctimas más cercanas de una devastación de destrucción masiva.
La segunda razón, porque esa frialdad matemática a la que nunca se le pone rostro provoca la normalización de unas conductas que solo acarrean desolación y amargura. Hemos normalizado como inevitable lo que es evitable. El error es inevitable, pero no si somos conscientes de las causas que pueden provocarlo y las ignoramos; el azar, en cambio, es dolorosamente dramático por imprevisible. Un segundo antes, un metro después cambian la historia. Lo que no es ni inevitable ni imprevisible es cuando, quien provoca la tragedia, la ha propiciado por su irresponsable temeridad, por su culpable imprudencia. Es esa normalización de la temeridad, esa cotidianidad de la imprudencia lo que hay que evitar a toda costa y con todo el coste para quien así actúe.
Por último, y esta es la tercera razón de poner rostro a esos paisajes vitales rotos en las carreteras almerienses, porque la justa sanción penal ante este tipo de conductas debería ser impuesta, no y nunca desde la venganza, pero sí sin la piedad hacia quienes los han cometido. No hay ninguna razón en el mundo, ni una sola, que aminore la culpabilidad de quien, drogado o borracho, comete el delito de conducir en ese estado. Si el crimen tiene castigo, la crueldad temeraria, también. PD.- Doctores tiene la Iglesia y jueces el Código Penal que, sin duda, tendrán sus razones para tomar las decisiones que han adoptado, pero me declaro incapaz de entender cómo un juzgador envía a prisión al conductor que causa la muerte a dos personas en Níjar, mientras otro deja en libertad a quien causa la muerte por atropello a una niña en Roquetas. Será que la Justicia tiene razones que la razón no entiende.
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