Claudia es como una muñeca de apenas veintiocho meses que nunca deja escapar de su hermoso rostro una tierna sonrisa que deja entrever sus infantiles dientecillos nacarados. A la sombra de su abundante madeja capilar de rizos dorados mi simpática resobrina ha descubierto el mar, aunque ya el pasado verano recibió su bautismo de agua y arena. Días atrás, cuando de manos de su madre Claudia abrió sus ojos en la playa de San José esbozó un gesto de asombro y soltó: ¡Mamá, qué piscina tan grande¡. La ingenua espontaneidad de la pequeña ha removido los silos de la memoria propia y ajena acerca de la primera vez, la primera playa, el primer mar, la lejana sensación de una experiencia inolvidable que a poca dosis de sensibilidad que se tenga todos debemos preservar –con variopinta casuística- en las acorazadas cámaras de nuestro pasado.
Algunas de esas imborrables vivencias han determinado en ciertos casos la postrera relación con el agua y con el mar. Así ha sucedido con mi amigo y viejo compañero Tista, a quien su crianza en la Tierra del Pan y Vino le mantuvo en su primera infancia, por decreto de su abuela, a raya con las aguas del Rionegro, la mayor masa de agua al alcance de sus ojos de poco más de seis años. El más accesible paisaje hídrico del pequeño Tista quedaba circunscrito a las Lagunas de Villafáfila, que en verano se reducían a un humedal anidado de aves migratorias. El inquieto temperamento del muchacho y su innato apego a la aventura lo llevaron a aprovechar la asistencia del vecindario a la misa dominical para escapar junto a su amigo Nazario, otro aventurero de pro, a los humedales de la laguna con la aviesa intención de hurgar entre la vegetación y los juncos para buscar nidos y cazar los polluelos de las especies asentadas, así como para cortar los “puros” de los brazales de cañas.
Dado su talante atrevido, una vez en la laguna Tista se introdujo aguas adentro hacia lo más profundo de las pozas. La temeridad y el desconocimiento del medio acuoso provocaron el hundimiento del improvisado bañista que sin poder evitarlo quedó aprisionado por el lodo hasta la cintura. Asustado y temeroso Nazario echó a correr y se plantó en mitad de la misa al grito de “¡El Tista se hunde, el Tista se ahoga¡”. Alarmados y azarosos los parroquianos y el oficiante emprendieron una veloz carrera hasta la laguna, donde Ángelito, el hijo de “Ángel el frutero”, no lo pensó dos veces y se adentró en el fangal hasta llegar adonde inmovilizado se encontraba Tista, quien con la ayuda de otros vecinos fue rescatado del cenagal. Aquella primera aventura acuífera de mi amigo Tista acabó con una prolongada regañina y con doble tunda, una por cada progenitor. Ya en tierras andaluzas, con más de una decena de años, las aguas de la piscina del Castillo, en Lanjarón, parecieron una verdadera laguna, a Tista –Juan ya- que quedó impactado cuando acompañó a su amigo José Zorrilla y familia a las playas de la Costa granadina. La bajada sinuosa hacia el litoral desveló el horizonte azul del mar de Alborán, una visión que recluyó al muchacho entre los asientos del coche. Cuando el pequeño castellano viejo se enfrentó al mar andaluz quedó impactado y sobrecogido. Nunca había podido imaginar tal cantidad de agua junta. De nada sirvió la invitación de sus anfitriones a pasear en un patinete sobre la superficie del agua, un elemento, desde entonces, de máximo respeto para nuestro protagonista.
Más serena pero no menos impactante fue la experiencia de Rosa Serrano, “La Serrana”, para quien conocer el mar no era una de sus prioridades. Pese a criarse y vivir a poco más de medio centenar de kilómetros del litoral, Rosa nunca había conocido el mar. Con casi noventa años llegó su primera vez, su primer mar. Fue a finales de los años ochenta del pasado siglo cuando tras un largo y cansino viaje de más de cinco horas llegó a Cartagena para visitar a su nieto Manuel que acababa de incorporarse a su primer destino como maestro titular. Tras el reencuentro familiar en la playa, afectuoso y explosivo, “La Serrana” se desplazó unos metros y asomándose al mar exclamó: ¡Jesús cuánta agua!. Después quedó algún tiempo en silencio con la mirada fija en el horizonte.
Mucho más adelantada fue su hija, Rosa Ibáñez. El patrón de su padre en la fábrica donde trabajaba quiso celebrar su aniversario con un día de playa en familia, celebración que incluía la invitación a Rosa, quien, además de vecina era inseparable amiga de juegos de la hija del empresario. La pequeña Rosa contaba ocho años y tuvo que esperar a que se secara el vestido de primera comunión –el único aceptable para la ocasión-, que no tardó en estar dispuesto, pues corría el mes de julio y hacía calor. Rosa no olvidaba los juegos en la arena y las risas con su amiga. El mar quedó como un recuerdo difuso en su mente nonagenaria cuando poco antes de morir le relataba esta vivencia a su hijo, el periodista Francisco Terrón.
Son impresiones y asombros del mar. El mar con ojos de niños, el mar con ojos de ayer y de hoy.
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