Con la rotación de las estaciones y las agonías de la tierra nos han acompañado, no siempre, con su silente protección, pues en ocasiones fueron símbolo de distinción o encumbraron otros fines Asidos o asidas, según el modelo, a una de las dos manos, tuvieron diferente funcionalidad, a tenor del periodo histórico.
Nacieron, según un cuento popular, en la lejana China, en el siglo XI antes de Cristo, cuando la joven Lu Mei retó a su hermano a ver quién de los dos sería el primero en crear y construir un objeto para protegerse de la lluvia. La chinita creó en una sola noche una especie de bastón del que desplegó varias varillas de bambú que unió con una tela en forma de seta. Aunque se trata de una leyenda popular, había nacido el paraguas, cuyo uso no se generalizó hasta el siglo XVIII, tras haberse propagado a través de la ruta de la seda a Japón, Corea y Persia y, posteriormente, a Egipto y Grecia, donde se utilizó por primera vez como sombrilla.
El precursor en su uso social fue sir Jonás Hongway, un excéntrico ciudadano inglés, quien lo había conocido en un viaje de negocios por medio oriente y fue tal su entusiasmo que siempre llevaba un paraguas en la mano. Tras al auge de este invento en Inglaterra y Francia, el paraguas llegó a nuestro país, dos siglos y medio atrás, con una etiqueta de cierto elitismo y prestigio, de tal guisa que durante mucho tiempo fue un objeto de deseo anhelado por la nobleza y la aristocracia, de cuya apetencia dejó Goya buena muestra en su óleo “Quitasol”, al que antecediera “Vertumno y Pomona” de Jean Ranc.
Ignorantes de estos antecedentes históricos, que para nada les hubiera servido, en plena canícula, habituadas a los gestos del campo en los dolores de la sed o con los gozos de la lluvia, numerosas generaciones de campesinos, sobre todo campesinas, dibujaron una inolvidable estampa rural que ilustró la radiografía cotidiana de una España agonizante entre los cuatro puntos cardinales.
En mi retina estival de antaño las veo a ellas caminar con paso ligero, a veces a pie de sus veteranas alpargatas, o a lomos de cualquier caballería, entre los aparejos y las albardas de sobado esparto, por senderos terreros en busca del mercado semanal o de regreso a sus caseríos, preñados de sudor e ilusiones.
Todo guiño del sol, aun cuando fuese amoroso, era rechazado porque bastante labrado habitaba el rostro medio oculto en aquellos seres de negros ropajes y cabeza cubierta con impenetrables pañuelos anudados, mayormente oscuros, pero también de blanco impoluto, sobre todo en las más jóvenes.
Como amazonas o caminantes, en días como estos las encontré por las sendas de mi pueblo con sus grietas manos asidas a la empuñadura del quitasol o sombrilla, que siempre sirvió para parar aguas, paraguas negros, cuando doblada la invernada se imponían los cilicios del hielo y las lluvias.
También encontré a nuestras campesinas con idéntica indumentaria viajando en las eras sobre los trillos, en interminables rotondas de mies; con una mano sostenían las bridas del par de equinos que arrastraban y con la otra sujetaban el quitasol en un increíble ejercicio de puro malabarismo.
En otras coordenadas, las de tierras de Sanabria, he encontrado a pastoras y vaqueras que tras el toque del Concejo acudían al sorteo de los pastos para el traslado del ganado y las vacadas, al frente de los cuales siempre estaban ellas, también enlutadas de pies a cabeza, quienes nunca olvidaban sus perros –, mastines casi todos-, su zurrón con el sustento y sus inseparables quitasoles, que al regreso se colgaban en portalones y accesos de los establos.
Esas mismas campesinas que se avisaban entre sí cuando el paragüero o estañador anunciaba con su familiar cantinela, ¡El Paragüero!, ¡El Paragüero!, la llegada a las calles de cada pueblo para asentarse en cualquier rincón y recomponer las varillas, arreglar el tope, los agarraderos o mangos.., de los descosidos ya se encargaban ellas, casi siempre. Esos quitasoles o paraguas que tanto han ayudado a la intimidad de los enamorados: “Cuántos besos se robaron bajo las alas de estos murciélagos”, escribiría en una de sus greguerías el maestro Ramón Gómez de la Serna.
Esas campesinas - las de nuestros pueblos del Sur, las de las vacadas del Norte- no se prodigan ya en estos estíos con sus sombrillas. Esos quitasoles que ahora solo vemos sobre la cabeza de turistas –orientales, sobre todo-, los que vanamente esperan las manos ausentes en las casas que un día se vaciaron, y las que guardamos en el desván de nuestros corazones. Y es que, al parecer, los quitasoles no son ya para el verano.
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