Las erráticas ideas del progreso mal entendido habían borrado toda huella de cuanto había sido su particular paraíso de la niñez. Las porquerizas con que contaba cada vivienda están ocupadas ahora por modernos cuartos de aseo en donde las pilas donde se hocicaban los guarines lavan sus vergüenzas los privilegiados inquilinos con la más exquisita cosmética del mercado. El viejo molino donde la acequia de agua cristalina movía la piedra para triturar los granos de trigo y regalar la más selecta harina vomita ahora por una elevada y oxidada chimenea un intenso y continuo chorro de humo negro producido en el proceso de fabricación de carcasas metálicas de diferente uso. La legendaria panadería que embriagaba al vecindario antes de que despuntase el alba de cualquier época del año, en las prolongadas veladas nocturnas, con el inconfundible aroma de leña quemada que despertaba olores y sabores que hablaban de un tiempo hermoso pasó a mejor vida, y sobre el solar que ocupara ahora martillea un prolongado ruido ensordecedor proveniente de la pesada maquinaria de elaboración de carpetas plastificadas. Ahora se añora el exclusivo aroma proveniente del único horno que habitaba en el lugar, que se apoderaba de calles y plazas, una suerte de tufo a madera quemada y cereal cocido que avivaba los más primitivos deseos de nuestro paladar. Era el grano germinado en campos amarillentos de rastrojos postreros, en aquellas afortunadas tierras que albergaban el cereal de cereales: el trigo, ese rey de los cereales transformado en harina que junto a la vieja cocción en capilla de leña provocaban ese glorioso aroma que asaltaba las madrugadas cuán señor de nuestras vidas. Allí se trajinaba el ritual de las técnicas de elaboración del pan artesano, descendiente de las romanas y griegas, el que alimentaba esa bendición del trasnoche tan poco reconocida pese a los siglos transcurridos. El llamado aire de arriba y la agradable brisa estival que alimentaba el olfato, saturado de palabras y elixires, a esa hora incierta del tránsito entre la noche y el día, se hacen irrespirables en estas jornadas actuales.
Hubo otras muchas transformaciones en lo que había sido un saludable y hermoso espacio rural, que dejó de serlo en pro de un equivocado concepto del desarrollo. Ahora ya no se crían cerdos porque resulta más rentable la reconversión de las tradicionales viviendas en inmuebles para un turismo que llaman rural, que apenas saben lo que es quienes dicen que lo practican y que por mucho que se arrope con marketing institucional no consigue los deseados resultados en el ámbito social ni llega a salvar la despoblación que sufren nuestros pueblos. Ya no se muele el trigo porque la harina para la elaboración del pan es casi innecesaria, aunque nunca como en los últimos tiempos el pan ha sido tan vulgar y ha llevado la tristeza a nuestras mesas: El pan se vende ahora en las estaciones de servicio como si fuera gasolina, lo regalan en los supermercados, donde se ofrece crujiente, del congelador industrial al horno eléctrico de la franquicia, y se oye decir que comer demasiado pan es de pobres cuando la verdadera pobreza es la que amenaza la esencia legendaria de nuestros pueblos por una ambiciosa, irrespetuosa y torpe concepción del desarrollo. Los aromas de la leña y el cereal cocido son ahora una permanente oleada del aire viciado que escupe la industria de los plastificados.
Algo no funciona bien en la orientación que se quiere dar al mundo rural para frenar el despoblamiento y sobre todo dotarlo de unos adecuados servicios básicos. No extraña en absoluto y creo un acierto la decisión adoptada por el alcalde asturiano de Ribadesella de querer preservar la idiosincrasia rural de su pueblo y, consiguientemente, de avisar a los visitantes de lo que implica veranear y residir en el mismo. De los 8.131 municipios españoles, más de 7.000 tienen menos de 10.000 habitantes y, sin embargo, el carácter rural de muchos se ha perdido por la falta de visión de las administraciones, la industrialización y la globalización. Ante las quejas de algunos visitantes acerca de que las campanas de la iglesia tañen regularmente, los gallos cantan al amanecer, los residuos de los ganados huelen de aquella manera y sus cencerros suenan, y los motores de los tractores causan ruidos, pues el regidor ha avisado mediante carteles que quien accede a su localidad lo hace asumiendo estos riesgos…y “si no puedes soportarlo, tal vez no estés en el lugar correcto”. Es posible que cualquier urbanita que acuda a un espacio rural no sepa apreciar el entorno que le rodea o que como aquel hippy madrileño de las modernas invasiones alpujarreñas de las décadas de los setenta y ochenta quede estupefacto cuando descubra con “¡Qué alucine, una lechuga!” tan consumida herbácea. Lo mejor que pueden hacer quienes sientan atracción por el mundo rural es olvidar fantasías y descubrir realidades mágicas porque no viajamos para escapar de la vida, viajamos para que la vida no se escape y creemos, equivocada o acertadamente, que donde mejor habita es en el medio rural.
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