Acumulo calendarios, agendas y diarios con sus hojas en blanco, dias sin nada, semanas y meses enteros yermos en hechos, así desde hace decenios, como si mi vida hubiera sido vacía.
No ha habido manera, lo he intentado incluso con algunos llenos de fotografías y dibujos de mis aficiones e ídolos: de los Beatles, mis películas favoritas, de los Simpsons...a todos los he abandonado muy pronto de forma espontánea como el que inicia una colección de kiosko y no pasa de la tercera o cuarta entrega.
Comencé a asumir esta incapacidad el verano de 1991, justo hace 30 años. Volvía a casa con mi familia y dos materias pendientes para acabar la carrera de Filosofía. Saturado de Heidegger y Hegel me autoanimaba dejando los apuntes y libros a la vista encima de la cama, algo que irritaba a mi hermano Roberto.
Estaba agotado de tanto pensar y hacía tiempo que el cine y el periodismo le habían quitado espacio en mi mente y corazón a la filosofía. Desde pocos años antes, con la llegada de Gorbachov, guardaba recortes de El País porque me fascinaba vivir los cambios del mundo que conocíamos desde el inicio del siglo XX: la crisis de los euromisiles, la Perestroika,Chernobyl...el año1989 fue el éxtasis con la caída del Muro de Berlín. Comenzó entonces el efecto dominó a tumbar una tras otra las dictaduras tras el Telón de Acero: Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía...aquello era increíble para todos los que habíamos crecido en un mundo dividido en dos superhemisferios: el comunista y el capitalista.
El verano de aquel año 91 iba a ser decisivo para mi. Harto de estudiar y del calor me acerqué a la redacción de La Voz de Almería y me ofrecí como periodista a Pedro M. De la Cruz, quien me aceptó y me sentó junto a Paco Gil y el que iba a ser mi añorado y admirado maestro: Miguel Naveros.
Vivíamos junto al soniquete monótono de la impresora de teletipos, que me sonaba a música celestial que me unía a la historia con mayúscula. Aquel verano fue uno de los más felices de mi vida.
Aquellos meses aceleraron la desintegración de la todopoderosa URSS. Aquel derrumbe lo intentaron frenar los militares comunistas con un golpe contra Gorbachov. De ahí surgió poderosa la figura de Yeltsin, quien forzaría el fin del PCUS y el de la URSS al final de 1991. Aquel verano fue mucho más, comenzó a verse el horror del nacionalismo llegado de una agonizante Yugoslavia.
Ese verano dejaron de preocuparme las agendas y calendarios. No había que organizar o prever nada del día posterior o de la semana siguiente. Aprendí que la realidad se preocupa de ello, garantiza hechos, sucesos, incluso los de letras mayúsculas.
Un año tras otro nunca faltaron noticias, pequeñas y grandes hasta el 11 de septiembre de 2001, cuando volví a pensar que era el más importante de la Historia. Tampoco lo fue con el paso del tiempo. Llegó el 2020 y un virus es la noticia histórica del momento.
Guardo cientos de recortes de periódico como hojas de calendario caídas, llenas de lecciones sobre los humanos, el tiempo y la historia. Todo lo humano es impredecible.
El 23 de agosto de 1991 nació internet, la World Wide Web tal como la conocemos hoy y nadie supo anunciarlo como merecía. No era la caída de la URSS pero hoy marca y condiciona nuestras vidas más que el comunismo. Aquello que me hizo vibrar de emoción con los teletipos y copaba las portadas el verano del 91 hoy ya no sale ni en efemérides. El fin del Pacto de Vasorvia o el golpe de Estado en la URSS ya están camino de significar lo mismo que la Caída de Roma en la wikipedia.
Calendarios y agendas son como las ‘noticias históricas’, ilusiones, autoengaños de los humanos, con los que creemos que controlamos el tiempo, dominamos el futuro y somos parte de algo superior. Si es así, los humanos somos una hoja amarillenta y quebradiza de periódico o almanaque, que quizás algún día llegue volando a una galaxia lejana donde jamás se supo del tiempo y de la historia de esta especie a la que le gustaban los calendarios.
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