El hallazgo, un día sí y otro también, de cadáveres de migrantes en diferentes puntos de nuestro litoral no cesa, y como una voz de la injusticia mundial que clama en el desierto de la humanidad viene a recordarnos que no lo estamos haciendo bien y que habitamos un mundo que hemos podrido. Porque el éxodo migratorio no cesa y el goteo de llegadas de emigrantes es continuo, salpicado de naufragios y muertes, cuyas imágenes nadie puede ignorar, aunque la cotidiana frecuencia de este poema con nombre de tragedia haya adormecido nuestras ¿conciencias?. El drama acompaña nuestras vidas, por más que pretendamos endosar la responsabilidad de su solución a los estados y a los gobiernos, incluidos los países de origen.
Hace treinta y tres años que España recibió en la playa de Los Lances, en Tarifa, el primer cadáver del primer sueño truncado. Tal vez aquel sueño se llamase Mamadou, como el de otro Mamadou –nombre que significa digno de elogio- cuyo sueño no era uno de esos imposibles en muchas partes del mundo, pero sí en el suyo, en el mundo de la pobreza y de retos frustrados, en el mundo de la violencia y de intereses irreconciliables. Mamadou no es el nombre de uno solo, sino el de muchas personas de diferentes lugares que son su cuna, pero donde se les niegan unas condiciones dignas de vida. Es por ello que buscan por todos los medios ir lejos de casa, pues la dureza del día a día les lleva a un mar de incertidumbre e inseguridades que –como constatamos- no siempre termina en la orilla. No albergan ellos un sueño de altos vuelos, pues su consecución está plena de renuncias a cualquier cosa.
Más de tres décadas después de aquel primer sueño roto, amén de haberse convertido en un execrable negocio de los desaprensivos traficantes de personas, el fenómeno migratorio del Sur pobre al Norte de promisión ha dejado el trágico reguero de miles y miles de muertos inocentes que han sepultado sus vidas y sus ilusiones bajo las turbulentas aguas del Mediterráneo o del Atlántico.
Ayer, último domingo de septiembre, como todos los años desde 1914, la Iglesia católica celebró la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado bajo el lema “Un “Nosotros” cada vez más grande”, consigna que nos incluye a todos y que traza un camino común, a sentirnos aludidos y a ver entre los más vulnerables a los migrantes y refugiados, a quienes este Papa invita a acoger, proteger, promover e integrar, de tal forma que si queremos podemos hacer de las fronteras un lugar privilegiado de encuentro donde el sueño de un “Nosotros” más grande sea posible. Pero para ello necesitamos una sociedad dispuesta a ensanchar ese “Nosotros” con responsabilidad en los lugares de origen y de llegada. Debemos, por tanto, poner nuestro esfuerzo en constituir un sistema que normalice la situación legal y segura a largo plazo, que esté sustentada en la ética y arropada por los derechos humanos, en el horizonte del Derecho Internacional y de la hermandad universal.
Pero es verdad que no todos han sido sueños rotos. Otros soñadores de un futuro más próspero han corrido mejor suerte y sus historias, con circunstancias parecidas y singularidades propias, habitan junto a nosotros. Como la de Mamadou Fosfana, –a la que he aludido en otras ocasiones- uno de los hijos africanos con buena estrella, nacido en el seno de una familia humilde. Único varón y el menor de ocho hermanos, que vino al mundo en una tierra descontenta, en abril de 1983, en el barrio pobre de Andalai, en la cuarta comuna de Bamako, la capital maliense. Con muy corta edad aprendió de la pobreza a fuerza de sol bruñido, cuando ayudaba a su madre a recolectar leña que cargaba a lomos de Falumba, un burrito agradecido y chocolatado, para venderla después a las panaderías de su barrio y obtener algún dinero para comprar comida.
La escuela fue para el pequeño una visita de dos meses en un centro franco-árabe. Como el niño yuntero de Miguel Hernández, Madou comenzó a sentir la vida como una guerra que discurría entre la recolección de leña y la ayuda en casa. Pronto llegó la adolescencia y la juventud entre la pandilla del barrio y los chutes a un deshilachado balón. Precisamente fue en una conversación con los amigos de su barrio cuando llegó a los oídos del joven leñador el mensaje del sueño europeo, la necesidad de mano de obra en nuestro país.
Mamadou vendió sus únicos zapatos por unas diez sefas – veinte euros- y veinticinco kilos de maíz que almacenaba su madre, por los que obtuvo otros sesenta euros. Con ochenta euros y el ligero equipaje de su vestimenta, el joven maliense inició un peligroso y tortuoso camino hacia el “paraíso” europeo. Finalizaba el año 2005. Un primer transporte trasladó a la expedición de jóvenes soñadores hasta la frontera con Argelia y un segundo los llevó hasta Marruecos, donde caminaron durante ocho noches hasta llegar a Rabat. Escondidos en los bajos de un camión, viajaron en barco hasta Santa Cruz de Tenerife, desde donde otro barco trasladó el trailer hasta un gran puerto, donde abandonaron el vehículo.
Con la espalda achicharrada, tiritando, mareado, hambriento, agotado y sin saber dónde se hallaba, el leñador de Mali sintió que había salvado el infierno. Una viandante le informó en francés que se encontraba en España, concretamente en Barcelona. La Cruz Roja puso la primera sonrisa a Mamadou que hoy celebra no haber muerto en el viaje a España y mantiene despierto su sueño: tener una vida mejor para ayudar a su madre y que nadie tenga que sufrir cuanto le ha tocado a él. Este sueño acabó en la orilla, pero ¿cuántos sueños anónimos han quedado y quedarán rotos sin una orilla donde recalar?. Son sueños de dos orillas.
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