En uno de estos ocasos que preludian una despedida me acompaña un grillo apenas –ilocalizable aún- que se bate vanamente en defensa del baluarte de un verano tal vez empecinado en perpetuarse. Los pasos inciertos de este octubre inquieto abren sendas vestidas con la desnudez de los generosos plátanos de sombra que impúdicamente siembran de ocre y sepia la tierra que pisamos, en tanto los otros plátanos, fuente de potasio, mueren arrasados por el cólico incurable de los intestinos de la tierra canaria y duelen en el alma solidaria del corazón palmero. En uno de estos ocasos adormecidos, mi andar pausado se encamina indeciso entre diferentes senderos de dorados tapices que perfilan las paralelas calles donde las vides parecen jugar a mostrar sus vergüenzas impíamente abandonadas por sus caducos pámpanos que, agonizantes, se dejan arrastrar por la fresca brisa que sopla en las vespertinas horas de mi trasiego campesino. Es tiempo para volver al tiempo. Tiempo para besar a la madre Tierra, de cuya placenta vivimos y bebemos: Abruman los sentidos los lagares prietos de variedades de uva donde fermentan los múltiples elixires que derrocharán paladares porque el vino ha quedado ya a buen recaudo, y se engalanará más adelante en barricas de roble, donde tan noble madera imprimirá aún más bouquet y distinción a los buenos y únicos vinos –un poner, el de Lauricius, bautizado por el genial escultor, pintor y muralista indaliano, Luis Cañadas, como “arte en la copa”- que encuentran los mejores artesanos en quienes empeñan su existencia a la dedicación de este misterioso y mágico quehacer del viticultor que por estas calendas habla, enseña y muestra con verdadera pasión todos los rincones de su particular santuario, donde moran el compromiso con el buen fruto de la cepa y la entrega a una labor meticulosa, esmerada, y enriquecedora. Y es que el vino es motivo de encuentro, excusa para la palabra y púlpito de muchos, aunque cátedra de muy pocos.
A veces, azuzadas por los vientos, pierdo el oteo tras las sombras de las nubes que al tropel compiten por las primeras besanas que ya anuncian un nuevo laboreo, novicias labranzas que abrigarán semillas para futuras cosechas, como la que ahora han desvestido los almendrales o han preñado los olivos de nuestro Sur.
Este tiempo se viste de ambarino, de pasteles y satinados, donde reside una suerte de murmullo y a veces como un sollozo en los que se descubren innumerables retratos de vida. La vida que, cuan inexorable calendario, es desafiada también por su otoño, como el que afronta don Ignacio, un químico jubilado, padre de cinco hijos, quien pregunta a cuantos se le acercan por la ubicación geográfica que alberga el centro residencial donde transitan sus noches y sus días, días sin fecha y sin hora desde que sus descendientes le secuestraron su teléfono móvil en la mañana que lo ingresaron sin mayores explicaciones, acaso con la burda pretensión de aliviar la mala conciencia de quien no quiere saberse hijo o hija y cuanto entraña tal condición. Carente de todo afecto, don Ignacio quiere sentir en sus brazos el abrazo de quienes a otros residentes abrazan en sus visitas periódicas, y reconforta su pena con la alegría experimentada por sus compañeros de hogar en los encuentros de familiares y amigos. Es entonces cuando él equipara su existencia con las granadas huecas, esquilmadas de pulpa, que plenas de orfandad penden ignoradas –como los olvidados adornos de los árboles navideños- en las ramas de los granados que aún aguardan el omega de esta temporada.
Deambulo el atardecer de membrillos, entre destellos que parecen los últimos y vehementes fulgores que anteceden la pía moratoria que la tarde regala a la penumbra que aún cobija este penúltimo paseo otoñal que con don Ignacio me ha enseñado, amén de una fugaz mirada a determinadas imágenes, algunos vaticinios del invierno más crudo, el de la vida y el del fin del amor. Es uno más de mis paseos de otoño, incluido el de la vida.
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